24 marzo 2007

Artistas confirmados y Roger Waters!


El sábado 31 de marzo se realizará, a partir de las 16:00 hrs. en Av. Los Leones con El Vergel, comuna de Providencia, una jornada en memoria de José Manuel Parada y Manuel Guerrero, profesionales que hace 22 años atrás fueron secuestrados desde ese lugar por efectivos de Carabineros desde las puertas del Colegio Latinoamericano de Integración, para luego aparecer degollados junto al publicista Santiago Nattino.

La jornada tiene el propósito de unir a distintas generaciones en un ejercicio de memoria social comprometida con el Nunca Más, desde la celebración del compromiso por la vida, la pasión por la justicia, la libertad y la creatividad que nos legaron los Manueles y don Santiago.

Habrá actividades para niños y grandes en la calle, así como un conjunto de excelentes artistas que serán animados desde el escenario por Adela Secall y Jaime Davagnino. Entre otros participarán:
ANITA TIJOUX
MESTIZO
JUANA FE
NAPALE
JOSE CERPA y JOAQUIN FIGUEROA
Trío Candela
Cuarto de Trébol
Danza Valero (tango jazz)
LUIS LE BERT y AMARO LABRA
REBECA GODOY
PABLO LOPEZ y PEDRO VILLAGRA
NELSON ARRIAGADA TRIO
Coro del Latino y mucho más.

Lo jornada contará con un saludo y regalo sorpresa de parte del ex Pink Floyd, Roger Waters, quien ha querido colaborar con este ejercicio de memoria colectiva que intenta ampliar a distintas generaciones y personas el compromiso con la vida y una sociedad más justa desde el recuerdo de quienes entregaron todo por ella.

Por favor, ayúdanos a difundir esta actividad. Bueno, y asiste! Gracias!

[Algo sobre mi padre] Artesanías de vida


Durante el tiempo que estuvo incomunicado en el campo de prisioneros de “Cuatro Álamos” en noviembre de 1976, mi padre estuvo encerrado en una pequeña celda con piso de baldosa. Y como para no decaer y superar la incertidumbre de una próxima tortura o ejecución, se auto impuso un estricto programa de trabajo que consistió en levantarse cuando consideraba que probablemente era de mañana, hacer su cama, simular que se lavaba la cara y los dientes –no tenía implemento alguno, por lo que solo hacía la mímica-, arreglarse el pelo, obligarse a hacer algo de ejercicio –aun estaba con la bala en el cuerpo-, y luego ponerse a cantar.

Debo reconocer que mi viejo nunca fue un muy buen cantor, pero le tenía un profundo amor a la música, particularmente a la popular. Su perspectiva de vida era que todo debía estar al servicio del pueblo, y por pueblo siempre entendió a la clase trabajadora. Tal era su convicción en este sentido que, un par de años después, cuando estábamos en el exilio en Hungría y yo cursaba el tercero básico, mis profesores le avisaron a mis padres que tenía talento y condiciones para la música, por lo que recomendaban que me iniciara en el estudio sistemático del algún instrumento. Mi madre deseaba que fuera piano, por lo completo que es armónicamente, mientras mi padre insistía en que debía aprender a tocar acordeón, de modo que pudiera animar las fiestas de gente sencilla. Yo me decidí por la guitarra, y es el instrumento que me ha acompañado toda mi vida.

Pero en Cuatro Álamos no había instrumento que tocar. Mi padre solo tenía su voz y su firme voluntad de no dejarse doblegar por una situación tan extrema de incomunicación. Entonces, en voz alta, ante la mirada atónita de sus vigilantes, entonaba cada mañana la Internacional, canciones de la Guerra Civil española, y toda melodía que se le viniera a la mente. Acto seguido, se dedicaba a limpiar, de modo minucioso, cada baldosa del piso. Una de las cosas que le causó mayor impresión fue encontrar, en las paredes de la celda, algunos mensajes de personas que habían estado ahí antes que él. Él sabía que muchos de los autores de aquellas letras garrapateadas eran compañeros que estaban desaparecidos.

Para mi estos relatos tienen una carga de vida incuantificable. Imaginarlo limpiando cada baldosa como una forma de aferrarse a la vida, luego de cantar las canciones que le reafirmaban su pertenencia a su militancia, organización y compromiso, son una muestra de amor y entrega frente a la cual cualquier represión será siempre infructuosa. Como diría tiempo después el filósofo francés Michel Foucault, te pueden someter a la fuerza, pero siempre tienes la opción de no dejarte domesticar por el poder. Mi padre resistió todos estos embates porque creía firmemente en la justeza de la causa que lo animaba desde pequeño, la causa de la libertad y la justicia social, pero por sobre todo porque consideraba que no estaba solo en el mundo, que se debía a otros y que por ellos valía la pena persistir.

Cuando luego fue finalmente reconocido como preso político, y fue trasladado de Cuatro Àlamos al campo de concentración de Tres Álamos en Santiago, mi viejo se incorporó inmediatamente a los talleres de artesanía que organizaban algunos presos y en ellos pudo enseñar a los demás todas las técnicas que había aprendido en los tiempos de la Escuela Normal. Los bolsos de cuero, de distintos tamaños y diseños, que salieron de sus manos eran entregados, durante las visitas, a mi madre Verónica, y una vez recibidos en casa, yo con seis años de edad salía en estado de sitio a venderlos en el barrio para juntar algo de dinero para la familia.

En mi mente tengo absolutamente nítidas las conversaciones que sostuve con la gente que salían abrirme la puerta o sus rejas en la comuna de Ñuñoa de esos tiempos y cómo miraban atentas los hermosos bolsos de cuero, muy distintos a los de la cultura consumista que se estaba instalando en Chile con esa estética sin identidad. Estoy seguro que en mis ojos veían que los artefactos de cuero eran un pedazo de mí, que venían de alguien muy querido, pues siempre me los compraron todos, sin excepción, incluso dándome en silencio más de lo que les pedía.

Un relato que dejó manuscrito mi padre sobre su traslado de Cuatro Álamos a Tres Álamos, que era como pasar de un túnel a la luz de la compañía de pares, puedes ver
en Regreso a la vida

22 marzo 2007

[Algo sobre mi padre] Llamadas anónimas


En noviembre de 1976, la dictadura decidió, como gesto hacia Naciones Unidas, liberar a los presos políticos reconocidos que estaban en los distintos campos de concentración del país. El Ministerio del Interior publicó la nómina de personas y los familiares de cientos de presos se abalazaron sobre ella con la esperanza de ver ahí el nombre de su querido o querida. Nosotros hicimos lo mismo y ahí aparecía el nombre de papá junto a otros 129 prisioneros. El corazón latía a toda velocidad mientras toda la familia partió a recibirlo tras los portones de Tres Álamos.

Salían uno a uno los presos y las esposas, madres e hijas los abrazaban con mucho cuidado por el estado en que se encontraban. Nosotros levantábamos el cuello intentando ver a papá, pero no salía. Será cosa de tiempo, paciencia. Pero nada ocurrió. Mi mamá agitaba en su mano la lista de presos liberados y se las mostraba a los militares que custiodaban el campo de concentración, pero nada. Mi padre había desaparecido sin dejar rastro.

¿Qué hacer? Buscar nuevamente, ir a tribunales, a los ministerios, a todas partes a golpear puertas e intentar sensibilizar corazones de uniforme para que entregaran alguna información. Pero nadie sabía nada. La angustia fue absoluta, el temor a que hubiese sido castigado con la muerte por sus denuncias de tortura y maltrato comenzó a parecer una hipótesis plausible.

Un mes antes, en octubre, había nacido mi hermana América mientras mi padre continuaba preso en Tres Álamos. Mi madre no tenía con quien dejarme cuando la noche del 1 de octubre tuvo claro que ya se tenía que ir al hospital a parir. Yo estaba durmiendo y una inquietud punzante me hizo despertar. Llamé a mamá y nada. Llamé a mi abuela y nada. Me levanté a oscuras con mis seis añitos a cuesta y recorrí la casa. Pero nada. Miré hacia la calle y no transitaba ningún vehículo por el toque de queda.

Nietzsche alguna vez escribió que la experiencia de la libertad es angustiante, pues nos sentimos huérfanos cuando como humanidad nos damos cuenta que dependemos de nuestras propias decisiones, pues no existe un destino que ordena nuestra existencia de principio a fin. Exactamente esa fue la sensación que tuve. Un desamparo colosal, un sentimiento de estar abandonado a mi mismo en un bote a la deriva en medio del oceáno.

Recién había comenzado primero básico, había aprendido a deletrear frases no complejas, pero no había ningún mensaje junto a mi almohada, ni al lado del teléfono, nada. Solo sabía que papá estaba preso, que las visitas eran los domingos, que mamá... ¿dónde estaba mamá? Decidí buscar en la libreta telefónica de mi abuela y reconocí el nombre de mi tía. Identifiqué los números, marqué y le conté que estaba solo, que alguien viniera a verme o qué debía hacer. Mi tía me pidió tranquilidad y que mi tío me iría a buscar en auto. Ahora que pienso hacia atrás me imagino la cara de mi tío al saber que debía salir en pleno toque de queda a recoger a su sobrino mientras mi padre seguía preso y de mi madre no se sabía nada...

Espere paciente en pijama hasta que ví el auto de mi tío que venía con la ventana abajo con una bandera blanca en la mano. Me llevó al vehículo y mientras pasábamos al lado de militares que le pedían su identificación me relató que mi madre tuvo que salir a prisa al hospital porque había roto aguas. Fuimos al hospital, mi tío me fue a dejar a casa de mi tía y luego se dirigió a Tres Álamos. Habló con el guardia quien a su vez le dijo a alguien al interior del campo de prisioneros. Y así, ese primero de octubre de 1976 a mi padre lo despertaron y un militar amablemente le gritó a la cara: "Guerrero, tuviste una hija, conchetumadre". Y así supo que todo había salido bien con la Vero.

Pero ahora había desaparecido nuevamente. Y como la vez anterior mi madre recibió una bendita llamada anónima. "Señora, busque en Puchuncaví". ¿Puchuncaví, en la V Región? De madrugada mi madre me tomó de la mano, y junto a mi abuela materna y mi recién nacida hermana América de un mes de edad, viajamos a Puchuncaví, pero sólo encontramos un campamento vacío y buses que se llevaban a todos los prisioneros para su liberación. Pero al llegar al portón del recinto militar de la marina, de mi padre nuevamente nadie sabía nada. Señora el campamento está vacío, usted acaba de ver que salieron todos los que estaban aquí. Pero ¿podemos entrar a revisar?, preguntó insistente mi madre. No señora, no hay nada que revisar. Ahí nos quedamos sin saber. Esperando nada. Solo confiando en una voz anónima. ¿Y si fue una broma macabra?

De pronto un jeep de la armada salió raudo desde otra salida del campamente. En la desesperación mi mamá me tomó de la mano y junto a mi abuela se paró en medio de la ruta que debía recorrer el Jeep. Si no nos entregan a tu padre hasta aquí llegamos todos no más, dijo mientras el vehículo avanzaba a toda velocidad hacia nosotros. Cerré los ojos y solo quise estar en nuestro antiguo departamento en La Florida, ir al colegio para luego regresar y junto a mi padre ver un partido de tenis por televisión mientras comíamos una casata de helado.

El Jeep se detuvo ante nosotros. Indignado el oficial que iba junto al chófer se bajó a incriminar a mi madre, pero ella me había soltado para correr a la parte trasera del auto. Y lo que vió la trajo en un segundo a la vida: Ahí estaba mi padre, delgado y pálido, con los ojos incrédulos de lo que veía. Pues de la nada había surgido su compañera, su hijito, y su suegra con un bebé en brazos. Un milagro, una alegría intensa a pesar que lo tenían vigilado con marinos armados hasta los dientes.

Nos subieron a todos al vehículo y nos llevaron detenidos al Fuerte Silva Palma de Valparaíso. Mi madre le mostró a la autoridad naval que nos recibió la publicación del Diario Oficial en que el nombre de mi padre aparecía entre quienes debían ser puestos en libertad, a lo que le contestaron que debía tratarse de una equivocación, por que a él se le seguía un sumario en la fiscalía militar en Valparaíso, pues se le acusaba del delito de calumnia por denunciar que había sido torturado por agentes que pertenecían a la armada...

A mi padre lo pusieron en una celda solo, y nosotros estuvimos durante dos días y una noche en un calabozo repleto de jóvenes marinos que habían sido convertidos en prisioneros de guerra por negarse a colaborar con el golpe militar y la represión. Muchos de ellos hoy están detenidos desaparecidos y yo considero que son Héroes de la Patria.

Sólo el día 19 de noviembre de 1976 mi padre pudo finalmente salir libre cuando el Juzgado Naval de Valparaíso certificó que no había cargos en su contra.

Libre, al fin. Sin angustia. Con nosotros otra vez, vivos. Ya podríamos volver a casa a ver tenis por televisión. Junto a papá, para siempre.
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Un testimonio hermoso de amor a la vida dejó mi padre escrito sobre el período en que estuvo en el campo de concentración de Cuatro Álamos. Lo puedes leer en Conversando con las paredes

21 marzo 2007

[Algo sobre mi padre] El Comando Conjunto golpea


En la mañana del 14 de junio de 1976 mi papá fue secuestrado en plena vía pública, luego que de una renoleta color celeste se bajaran dos jóvenes que lo golpearon y balearon en el tórax ante los gritos de mi mamá que estaba embarazada esperando a mi hermana América. Desesperada, esa misma tarde mi mamá llegó hasta las oficinas del presidente de la Corte Suprema, José María Eyzaguirre, quien luego de oír impactado su relato, se comunicó en su presencia con el coronel Manuel Contreras para investigar si la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA) había sido la autora de la detención de mi padre. Al conocer la negativa de éste, José María Eyzaguirre se comunicó con el Ministro del Interior, teniendo el mismo resultado. En aquellos mismos días se efectuaba una reunión de la Organización de Estados Americanos, en la que los representantes del régimen militar insistieron que no existían recintos secretos de detención.

Durante los días en que estuvo detenido desaparecido, mi papá fue duramente interrogado en el centro de torturas que hoy conocemos como “La Firma” –en calle Dieciocho, en pleno centro de Santiago frente a la actual Universidad Iberoamericana- y en el Hospital de Carabineros. Luego, permaneció siete días incomunicado en el campo de reclusión “Cuatro Álamos”. Fue el único que salvó con vida de las manos del ahora conocido “Comando Conjunto” debido, en parte, a rencillas internas de los aparatos represivos de la dictadura. Cuando el coronel Manuel Contreras supo, a través de la llamada del presidente de la Corte Suprema, que uno de los principales dirigentes de las JJCC a quien sus hombres buscaban intensamente, se encontraba en poder de un Comando que no estaba bajo su mando –el Ejército- sino de la Fuerza Área, la Armada y Carabineros –de ahí el nombre “Comando Conjunto”-, enfureció y movió todos sus contactos y exigió que el director de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Área (DIFA), general Enrique Ruiz Bunguer, y el director de la Dirección de Inteligencia de Carabineros (DICAR), le entregaran a mi viejo. La presión pública, generada por mi mamá y mis abuelos, y la propia desarrollada por Contreras, se hizo insostenible hasta que la DICAR debió asumir su detención. Por ello el 18 de junio de 1976, estando mi papá en el Hospital de Carabineros con la bala aún enterrada en la axila, el general Romero debió entregarlo a la DINA.

Sin embargo, de nada de esto sabían mi mamá y mi Tata, quienes recorrieron todos los centros de información de detenidos, hasta que, sorpresivamente, el 26 de junio de 1976, mi mamá recibió una llamada telefónica del campo de concentración “Tres Álamos”, en la que una voz anónima le comunicó que mi padre había aparecido en ese lugar. Al día siguiente visitamos a mi papá, quien aún tenía la bala en el cuerpo. Ahí, en el patio del campo de concentración, junto a mis abuelos, pudimos conocer los detalles de las horrendas torturas a las que había sido sometido, de las cuales yo en ese momento no es mucho lo que pude retener –tenía seis años y mi papá se cuidaba de hablar delante de mí con detalle-. Más adelante fui conociendo, de a poco, el infierno por el que había pasado papá, sobre todo cuando yo le consultaba a mamá porqué papá saltaba tanto estando dormido.

Pero como si se tratara de una pesadilla sin fin, el lunes 28 de junio de 1976, mi padre, prisionero, fue examinado por los doctores Alfredo Montiglio Espinger, asesor sanitario del Servicio Nacional de Detenidos, y el doctor Cesáreo Roa Muñoz, del Hospital de Carabineros, quienes determinaron que debía ser trasladado al hospital de la FACH para extirpar el proyectil. A su regreso a Tres Álamos, se le notificó que estaba detenido en calidad de activista comunista. Durante su secuestro y todo el período de desaparición nunca, hasta el día de hoy, se le presentó un cargo en contra, ni orden judicial, nada.

El 28 de julio de 1976, el presidente de la Corte Suprema, José María Eyzaguirre, apareció en el campo de prisioneros políticos de “Tres Álamos” como parte de su tradicional visita anual a las cárceles. Allí pudo conocer personalmente a mi papá por quien había intervenido aparentemente sin resultado. En esa ocasión, mi viejo, corriendo riesgo para su vida, le relató -ante los militares que lo custodiaban y las demás personas que estaban ese día de visita- en detalle la tortura, las referencias que sus captores habían hecho sobre los detenidos desaparecidos José Weibel y Luis Maturana, y acerca del centro secreto de detención, hoy conocido como “La Firma”. Pidió incluso una investigación por el posible delito de homicidio frustrado y apremios ilegítimos.

Como consecuencia de aquella interpelación pública, el presidente de la Corte Suprema se vio obligado a oficializar el inicio de una investigación inédita en dictadura, en la que, apoyándose en el relato detallado de mi padre, y contra lo que señalaba públicamente el régimen militar ante los organismos internacionales, afirmó la existencia de lugares de tortura que no habían sido declarados y que los desaparecidos se encontraban en algunos de ellos. Producto de esa investigación se supo que quienes habían detenido a mi padre la mañana del 14 de junio de 1976 habían sido agentes del Servicio de Inteligencia Naval y que luego fue puesto a disposición de la DINA, es decir del Ejército, de conformidad con la Orden Secreta N°35-F-330, del 22 de noviembre de 1975, de los Ministerios del Interior y de Defensa Nacional. De este modo supimos que mi papá, durante su detención y tortura, había pasado por las manos de agentes del conjunto de las ramas de las Fuerzas Armadas y de Orden del país. Hasta el día de hoy todos los responsables de las detenciones ilegales y tormentos,
ya sean funcionarios militares como médicos, no han sido juzgados, y gozan de absoluta impunidad, lo que implica que circulan en las calles, ejercen su profesión, con el evidente peligro que ello significa para todos. ¿Curioso, no?

Yo pienso que mientras situaciones como ésta, que se repiten por miles en Chile, sigan pendientes, pues el reclamo de justicia forma parte de la exigencia de una vida digna, no solo se hace patente que nuestra sociedad no está en condiciones de hacerse cargo de sus atrocidades y continúa -por medio de la falta de acción- castigando a las víctimas del terrorismo de Estado, pero también no les da la oportunidad a los propios torturadores de tener una instancia desde la cual puedan hacerse cargo de lo que hicieron, de modo de cumplir las penas que correspondan, y así mirar más tranquilamente a sus familiares a los ojos. En este sentido, me siento tremendamente afortunado del padre que tuve, de la historia de la que formo parte, pues siento un sano orgullo por lo que él fue capaz de afrontar en la defensa de sus ideales y organización, experiencia de vida que puedo mostrar transparentemente a mis hijas para que se hagan una imagen propia de su abuelo ausente. Pero ¿qué les queda a los hijos de los torturadores? Pobres seres.

Mi padre dejó testimonio escrito de lo que fue la detención en un texto que llamó Los chacales actúan

20 marzo 2007

[Algo sobre mi padre] El Manuel y la Vero


Pocos meses antes del triunfo presidencial de Salvador Allende, mi papá se casó con la estudiante de pedagogía Verónica Antequera, mi madre, con quien, al poco tiempo, tuvo a su primer hijo, que soy yo. Mi padres se descubrieron al calor de las actividades políticas que se realizaban a fines de los años sesenta con ocasión de las protestas contra las guerras imperialistas y los latifundistas, y a favor de la causa de los trabajadores. Mi papá, viniendo de una familia de extracción proletaria con profunda conciencia social, no tuvo inconvenientes en acercarse a mi mamá, cuya familia era de clase media más bien acomodada. Esta diferencia de clase, sin embargo, no pasó desapercibida y dio pie para más de alguna sorpresa que mis abuelos maternos tuvieron que aceptar por amor al nuevo yerno.

El día del casorio, por ejemplo, en Santiago los microbuseros se habían ido a paro general, por lo que mi papá debía cruzar, desde la popular comuna de Maipú, toda la capital para llegar al registro civil de la comuna de Independencia, que es donde se realizaría la ceremonia civil. Mi viejo iba muy elegante, de camisa y corbata, y tras esperar angustiado que algún bus lo recogiera, trató de avanzar algo caminando, pero la distancia era mucha como para recorrerla a pie y llegar a tiempo. De pronto, un camión de la basura se detuvo en la esquina en la que mi viejo esperaba que apareciera algún vehículo de locomoción colectiva que lo pudiera llevar. El copiloto del camión miró hacia afuera y le preguntó a gritos que porqué iba tan pintoso y mi papá le respondió la verdad, que se iba a casar y no tenía como llegar al registro civil. Acto seguido, entre risas y bromas, los trabajadores lo desafiaron a que si era gallito como para irse con ellos hasta el lugar mismo de la boda, lo que mi papá les agradeció como si hubiesen sido ángeles enviados del cielo. Así es que se subió al camión y juntos llegaron raudos a la hora en que comenzaba la ceremonia, ante las risas de mi mamá y la sorpresa de su familia.

Durante el Gobierno de la Unidad Popular, el Ministro de Educación designó, por su experiencia de dirigente estudiantil, a mi papá a cargo de la Organización Nacional de los Trabajos Voluntarios, desde donde coordinó, junto al Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, el general Carlos Prats, el viaje de 55.000 jóvenes voluntarios al sur del país, que ayudaron a construir y levantar, entre otras obras, la línea férrea de Cabildo. Desde tal posición de autoridad mi viejo estuvo involucrado en la organización de una actividad muy hermosa, que fue abrir el Teatro Municipal de Santiago, símbolo de distinción de la alta aristocracia criolla, para que los sectores populares pudieran disfrutar de su programación de ballet y ópera, y consiguió, además, que los representantes de la Nueva Canción Chilena -como Victor Jara, Inti Illimani y Quilapayún-, junto a los de la Nueva Trova Cubana –como Silvio Rodríguez y Pablo Milanés-, cantaran por primera vez en aquellas elegantes salas para un público repleto de entusiastas jóvenes trabajadores.

Tras el golpe militar de 1973, mi papá que muchos se vió obligado a vivir en la clandestinidad, asumiendo, tras el asilo forzado de la secretaria general de las JJCC, Gladys Marín, y la desaparición, en Marzo de 1976, del cuñado de mi viejo, el artesano mueblista José Weibel Navarrete, la dirección nacional de aquella juventud política. Todo ello conllevaba muchos peligros, pero a pesar de ello, mi padre no dejó de hacer clases y de mantenerse junto a nosotros. Si bien nos vimos obligados a cambiarnos de comuna constantemente, como medida de seguridad, lo que implicó el cambio de varios de mis colegios en primero básico, mi viejo siempre se las jugó para mantener a su familia unida. Ávido lector de Neruda, aprovechó cada momento de descanso en que podía detener su intenso trabajo político, en aquellos años en los que mes a mes iban desapareciendo los amigos de su generación, para continuar cultivándose y no dejarse desfallecer. Mi papá era un convencido de la importancia del estudio constante, pues de otro modo, me decía cuando era un poco mayor, no había forma de poder comprender las cada vez más cambiantes circunstancias de la historia, la sociedad y el mundo en general. Mi viejo era de una firmeza de principios inclaudicable, a tal punto, que muchas veces se me llegaban a erizar los pelos ante sus comentarios.

Amaba profundamente a mi madre lo que dejó registrado en una hermosa carta que le envío en el periodo de la clandestinidad: Recuerdos de amor

18 marzo 2007

[Algo sobre mi padre] Un rastafari huilliche


Siendo aún adolescente, a los 16 años de edad mi papá fue elegido miembro del Comité Central de las Juventudes Comunistas de Chile (JJCC) a las que había entrado a militar a los 14 años. Cuando de pequeño me contó que había entrado a militar a una juventud política tan joven, le pregunté si le había pedido permiso a mi abuelo. Él se rió y me relató que, efectivamente, más que pedirle permiso apenas recibió su "carnet" de jotoso fue a contarle la noticia a mi tata. Entonces, don Manuel le señaló muy serio que si quería asumir esa responsabilidad debía responderle la siguiente pregunta: ¿Sabes lo que es el "internacionalismo proletario"? Mi papá le miró sorprendido e improviso una respuesta que, por fortuna, le pareció coherente a mi abuelo. Entonces él le dió su aprobación, insistiéndole que lo más importante de todo lo que hiciera y sintiera de ahí en adelante debía ser siempre por las luchas y esperanzas de todos los trabajadores y seres oprimidos del mundo.

Mi papi se recibió como profesor primario "normalista" a los 18 años de edad, momento en que fue elegido, además, como el miembro más joven de la Comisión Ejecutiva de las JJCC y nombrado Encargado Nacional de Estudiantes Secundarios de esa organización. Las dotes de "líder de masas" de mi viejo sería una característica que lo identificaría a lo largo de toda su vida. A pesar que era una persona muy serena, meticulosa y metódica para lo que se propusiera, cuando se ponía a hablar en público, ya fuesen temas de agitación o incluso sobre tópicos tristes o reflexivos, desplegaba una energía telúrica a través del uso de la palabra, que captaba con mucha facilidad la atención y concentración de su auditorio, convirtiendo la ocasión de escucharlo en una verdadera experiencia de enseñanza y descubrimiento.

En una oportunidad, muy cabrito aún, mi viejo fue invitado a un encuentro mapuche en la zona precordillerana de Osorno. Los hulliches habían constituido un poblado con vista al lago Puyehue e iban a inaugurar una escuela para los niños de la zona. En una gran sala, que era toda la infraestructura de aquella nueva escuela, se reunieron los profesores preescolares que habían sido seleccionados de entre los miembros de la comunidad. Mi papá se dirigió a ellos y el espíritu animoso y sensible de sus palabras conmovió a los jóvenes huilliches que le solicitaron narrarles asuntos del país y de otros continentes. Mi padre destacó aspectos de su escuela, las enseñanzas surgidas de la historia patria, les recitó versos de autores nacionales, les sintetizó biografías de hombres ilustres.

El entusiasmo de quienes lo escucharon desbordó la escuelita, y los jóvenes partieron a caballo a otros poblados y reducciones de hasta seis u ocho leguas de distancia para traer más gente al encuentro. A las dos noches siguientes, mi papá, ante un nutrido conglomerado de jóvenes indígenas, les contestó las preguntas más diversas hasta el amanecer. Luego hubo abrazos, guitarras, cultrunes, bailes. Promesas de amistad permanente. Lágrimas de felicidad. Asentamiento de su verdad étnica. Junto a mi padre, aquellos jóvenes se ennoblecían al considerarse hijos de una misma patria con todos sus deberes y derechos sin dejar de ser huilliches.

En otra ocasión, cuando yo ya era alumno del Colegio Latinoamericano de Integración y cursaba el octavo básico, mi papá cumplía la función de Inspector del colegio, cargo que suele ser comumente asociado a los peores recuerdos de los estudiantes. Lo mismo pensé yo que sucedería con él, por lo que me daba entre pena y lata de tener un papá Inspector, a pesar que era feliz de poder verlo todos los días a la entrada y salida de mis clases. Un día, nuestro profesor de matemáticas no asistió a dar sus clases por estar enfermo. Ya en la sala nos avisaron que sería reemplazado por el otro "tío". Esperamos impacientes y de pronto entra mi padre a la sala. "Aaahhhh", se escuchó, pues era el Inspector. A mi me dió cosas en la guata verlo en dicha función con una recepción que no fue de lo más cálida. ¿De qué nos hablará el Tío?, oí que preguntaban entre sí mis compañeros con preocupación.

Era conocido que él era de izquierda, por su participacién en el Sindicato del Colegio, por lo que muchos temían que nos diera una clase aburrida de, no sé, economía política. Era 1984 y teníamos unos 13 años de edad. Mi papá, con su calma habitual, pero con una fuerza pícara en sus ojos que clavó en todos nosotros simplemente nos preguntó "¿Conocen a Bob Marley & The Wailers?". "¿A quién?", nos miramos extrañados pensando que se trataba de algún autor complicado. "¿Cómo?", insistió, y salió de la sala para volver con una radigrabadora y un par de cassettes. Puso uno y por los parlantes se oyó una batería de ritmo curioso, unas guitarras eléctricas que no eran rockanrolleras pero que sin emabargo contagiaban de inmediato como para bailar. Y luego la voz de Bob Marley cantando "I shot the sheriff"...

Escuchamos el tema entero mientras veíamos cómo él en silencio disfrutaba de aquella música original que no daban en ninguna radio de las que conocíamos. Paró la cassetera y nos anunció triunfante: "Esta es la música reaggea, que los negros jamaicanos han creado en la ciudad de Kingston para contarle al mundo acerca de sus luchas, sufrimientos y esperanzas"... "Tío, y dónde queda Jamaica? ¿Qué significa reaggea? ¿Los jamaicanos son africanos?¿Tío, puede poner otro tema, podríamos grabar su cassette? ¿Tiene otros?¿Quién es ese Bob Mar..., cuánto era tío?"... Y ya estábamos todos aprendiendo en 45 minutos la ubicación en el mapa de Jamaica, conociendo la historia del neocolonialismo, enterándonos que habían más religiones en el mundo que la católica, aprendiendo sobre distintos estilos de música contestataria, como la salsa del Rubén Blades que le canta a la perdida independencia de Panamá en manos de Estados Unidos... "¿Rubén cuánto tío, tiene también música de él?"... Y mi papá iba sacando sus cassettes ya con todos nosotros encima de su pupitre de profesor, resistiéndonos a aceptar que pronto terminarían los 45 minutos de reemplazo, porque queríamos saber de otros pueblos, de sus creaciones, sus luchas y esperanzas. Sin saberlo estábamos asistiendo a una de las expresiones más hermosas que pude conocer del internacionalismo proletario que heredó mi padre de mi abuelo. Bajo un nuevo formato, pero con el mismo imperativo ético de amor a la humanidad toda.