21 julio 2010

Mi clavel de pionero para don Lucho Corvalán

El año 1976 fue muy crudo para la resistencia chilena antifascista. Mes tras mes cayeron detenidas dos Direcciones del Partido Comunista de Chile encabezadas por Victor Díaz y Fernando Ortiz, respectivamente, además de otras dos de las Juventudes Comunistas de Chile en manos del Comando Conjunto que reunía a la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea (DIFA), la Dirección de Inteligencia de Carabineros (DICAR), además de los servicios de inteligencia de la Marina (SIN) y el Ejército (DINE), junto con la colaboración de agentes de la Policía de Investigaciones de Chile y civiles miembros del derechista grupo paramilitar Frente Nacionalista Patria y Libertad.

Quienes teníamos escasos años de edad tuvimos que sortear, junto a nuestras familias perseguidas, la represión, la vida clandestina, los cambios de casa, colegios, nombres, círculos de amigos. Recuerdo a mi padre usando lentes cuando no era miope, rizándose y tiñéndose el pelo, cambiando de ropa, viviendo una vida aparentemente normal, cuando en realidad el terror acechaba por todas partes. Los tíos y tías desaparecían, las fotos en que uno aparecía en brazos de alguno eran recortadas, los temas de conversación variaban de la alegría a las noticias de la muerte de un momento a otro. Era una situación bipolar, entre el espanto y la ternura.

Por las noches la familia se reunía a media vela a sintonizar a lo que más tarde supe era Radio Moscú o Radio Berlin Internacional. El cerco informativo de la dictadura era total y para saber lo que ocurría en nuestro país había que acudir a los informativos extranjeros. Mientras repasaba la revista de la Pequeña Lulú o completaba la colección de la serio del Libro Gordo de Petete y Antiojitus, mi padre recortaba la prensa, subrayaba frases, se tomaba la cabeza. Junto a mi madre formaban parte de la dirección clandestina de la Jota.

Uno tras uno caían sus compañeros y compañeras, y el círculo comenzaba a cerrarse. El 29 de marzo de 1976 secuestraron desde una micro al Checho, mi tío José Weibel, obrero mueblista, que fue subsecretario de la Jota. Ya antes habían tomado a su hermano, Ricardo Weibel Navarrete. Los testimonios de las crueles torturas ya eran un factum de la vida cotidiana. El mundo se desvanecía ante los ojos de mis padres y la dictadura parecía crecer cada día en poderío.

¿En qué basaban su confianza y fe aquellos jóvenes, que persistían en organizar clubes deportivos, grupos folcklóricos, hacer rayados de noche, volantear, mientras los servicios del terrorismo de Estado aplicaban toda la fuerza que permitió la llamada "guerra interna" contra su generación? Mi padre solía hablar de la "unidad cósmica" de la clase obrera. Que esta lucha, si bien se vive localmente, es a escala humana, de los pobres y trabajadores de todas partes. Y recurría a la historia del movimiento proletario para estudiar sus avances y retrocesos, para inspirarse en todos aquellos heroísmos cotidianos que permitieron, durante ya más de cien años de luchas, ampliar las libertades de las mayorías, profundizar la democracia política y social.

Pero aquello era aún abstracto, difícil de asir. Como niño ojeaba los libros de viajes de Neruda. Para mí era como Marco Polo, un personaje mítico, que se contactaba con las realidades de lugares lejanos, traía maravillas en barco, contaba historias fantásticas sobre otras razas y geografías. Allende aparecía en las conversaciones, pero era también un personaje mítico, difícil de emular. Su sacrificio extraordinario lo convertían para mi en un superhéroe.

Había, no obstante, gente cercana, que a mis ojos de niño, expresaban aquel valor que inspiraba a mis padres a persistir en algo que parecía una quimera cuando todo era dolor y muerte. El tío Valentín Trujillo, quien era la persona que me regalaba las revistas de la Pequeña Lulú, era uno de ellos. Mi padre se reunía con él, conversaban temas serios, y yo observaba su piano, y él luego se despedía de mi regalándome una revista. Un comunista de carne y hueso, accesible para mi. Otro era mi abuelo Manuel. Escritor autodidacta, oriundo de Chillán, quien formó parte de la bohemia santiaguina donde se mezclaban periodistas y escritores, dirigentes estudiantiles y "amigas espirituales", me contaba cómo fundaron la Jota, cómo eran las peleas de la Fech, cómo con Ricardo Fonseca y luego Luis Corvalán generaron el gran movimiento de profesores de Chile, haciendo frente a la traición de Gonzalez Videla y el campo de Concentración de Pisagua.

Don Lucho y la señora Lily. ¿Qué es de ellos? preguntaba yo. "Él está detenido nuevamente en un campo de concentración, Manuelito. Es profesor normalista como tu papá y como tu tío Máximo". Mi abuelo me contaba de su admiración por don Lucho, y yo me enamoré de su admiración por él. Un comunista de carne y hueso. Como mi papá y mi tío. Como mi abuelo.

Llegó junio del 76 y esta vez le tocó a mi familia el golpe de sufrir el secuestro de mi padre. Salidas a horario de toque de queda, con un pañal blanco de bebé como bandera para que no nos detuvieran, buscábamos mi mamá, abuela materna y mi abuelo, conmigo tomados de la mano, a mi joven padre por todas partes. Sufrimos lo indecible hasta que por milagro apareció vivo en Puchuncaví. Fuimos a encontrarnos con él, y nos detuvieron a todos en el Fuerte Silva Palma, de la Armada. Junto a marinos constitucionalistas, con seis años pude conocer la prisión política. Pero ni mi papá ni mi mamá callaban. Luchadores incansables. Comunistas de carne y hueso, decía para mi, como el tío Valentín, como mi abuelo, como don Lucho.

Salimos al exilio y luego de un paso fugaz por un campamento de refugiados en Suecia, derivamos a Budapest, Hungría. Mi mamá tejía una arpillera en los tiempos libres que le dejaba mi pequeña hermana América, quién había nacido durante el cautiverio de mi padre. Recuerdo que era una media naranja. "Es para don Lucho", me decía. Algún día lo tienen que liberar y se la regalaremos". Y ese día llegó, y él, luego de un canje internacional, venía de Berlin de la RDA camino a Budapest, adonde estábamos nosotros.

Yo era pionero de pañoleta azul. Había visto los croquis de Miguel Lawner donde se retrataba a don Lucho en Ritoque o Isla Dowson. Su poncho y sombrero. Pequeño, sencillo. Como mi familia. Probablemente como un gesto de cariño a mi padre, me encargaron que cuando don Lucho hiciera ingreso al salón donde lo esparaba la comunidad de chilenos exiliados, le entregara un clavel rojo.

Estaba muy nervioso; solo tenía que entregarle una clavel en señal de bienvenida y alegría por tenerlo vivo. Pero era don Lucho. Mi cuerpo de seis años temblaba de la emoción. Mientras caminaba hacia él, recordaba a mi abuelo Manuel, miraba con amor a mi padre que me observaba entretenido y orgulloso, pensaba en los recuerdos de Chile -la casa de mis abuelos, la panadería Lido en Ñuñoa, nuestro perro famliar la Tuti-, sentía el odio profundo hacia el fascismo en ese tiempo sin rostro, que nos había expulsado del país. Me acerqué casi al borde del llanto a don Lucho y el me acogió con la humildad que aprendí le caracterizaba. Me dió la mano con mucho respeto y luego me abrazó como si fuera su nieto. Un comunista, de carne y hueso. Sencillo, accesible.

Hoy ha muerto don Lucho. Nos encontramos muchas veces después. Yo fui creciendo, y de pionero de pañoleta azul pasé a pañoleta roja. Luego, de regreso en Chile, me hice de la jota a los 14 años. Más tarde, de vuelta en el exilio, en 1989 producto del proceso de caída del muro, me salí de la Jota y entré a los Antifagruppen, los grupos antifascistas en Berlin. Y así no me he detenido en una militancia político y social que en 2008 me llevó a representar a la izquierda en las Municipales de Ñuñoa. Y, como independiente dentro del pacto Juntos Podemos Más, salí electo concejal, rompiendo con un Comando Amplio la exclusión luego de decenas de años de marginación de la izquierda hasta hace poco extraparlamentaria. Hicimos en un formato fresco lo que nuestros viejos hicieron en otros tiempos. Ni más ni menos. Y en la ceremonia de instalación estaban don Lucho y el Leo, hijo de Ricardo Fonseca.

Nos abrazamos. Él con su manta sobre las piernas y su sombrero de hombre de los años cuarenta, me felicitó por mi intervención -uf, pasé la prueba, ¡me salvé de nuevo!-, e hicimos recuerdos sobre mi abuelo Manuel, mi tía Libertad, mi tío Máximo y mi papá, a quienes conoció muy de cerca.

Todos revolucionarios, con el favor de mi Dios.

Reciba don Lucho este clavel de recuerdos de parte de un pionero de pañoleta multicolor. Gracias por su vida y ejemplo. Abrace allá a su hijo añorado y juéguese una pichanga con mis tíos Checho y Máximo. Ojo con mi papá. Se ve sopaslentas, pero es hábil el Mañungo. Cuídemelo. Nosotros seguiremos acá dándole al cuento. Así como usted nos enseñó, con vocación de mayorías democráticas, unidad, organización y lucha.

Hasta siempre querido don Lucho.

Manuel Guerrero Antequera, 21 de julio 2010.

20 julio 2010

Abogada del Programa de DD.HH. del Interior: Indulto a criminales de la dictadura es inconstitucional

Karina Fernández, abogada del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, se refirió a la posibilidad que el Presidente Sebastián Piñera incluya dentro del indulto Bicentenario a autores de crímenes de la dictadura, lo cual calificó como "inconstitucional".