21 marzo 2007

[Algo sobre mi padre] El Comando Conjunto golpea


En la mañana del 14 de junio de 1976 mi papá fue secuestrado en plena vía pública, luego que de una renoleta color celeste se bajaran dos jóvenes que lo golpearon y balearon en el tórax ante los gritos de mi mamá que estaba embarazada esperando a mi hermana América. Desesperada, esa misma tarde mi mamá llegó hasta las oficinas del presidente de la Corte Suprema, José María Eyzaguirre, quien luego de oír impactado su relato, se comunicó en su presencia con el coronel Manuel Contreras para investigar si la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA) había sido la autora de la detención de mi padre. Al conocer la negativa de éste, José María Eyzaguirre se comunicó con el Ministro del Interior, teniendo el mismo resultado. En aquellos mismos días se efectuaba una reunión de la Organización de Estados Americanos, en la que los representantes del régimen militar insistieron que no existían recintos secretos de detención.

Durante los días en que estuvo detenido desaparecido, mi papá fue duramente interrogado en el centro de torturas que hoy conocemos como “La Firma” –en calle Dieciocho, en pleno centro de Santiago frente a la actual Universidad Iberoamericana- y en el Hospital de Carabineros. Luego, permaneció siete días incomunicado en el campo de reclusión “Cuatro Álamos”. Fue el único que salvó con vida de las manos del ahora conocido “Comando Conjunto” debido, en parte, a rencillas internas de los aparatos represivos de la dictadura. Cuando el coronel Manuel Contreras supo, a través de la llamada del presidente de la Corte Suprema, que uno de los principales dirigentes de las JJCC a quien sus hombres buscaban intensamente, se encontraba en poder de un Comando que no estaba bajo su mando –el Ejército- sino de la Fuerza Área, la Armada y Carabineros –de ahí el nombre “Comando Conjunto”-, enfureció y movió todos sus contactos y exigió que el director de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Área (DIFA), general Enrique Ruiz Bunguer, y el director de la Dirección de Inteligencia de Carabineros (DICAR), le entregaran a mi viejo. La presión pública, generada por mi mamá y mis abuelos, y la propia desarrollada por Contreras, se hizo insostenible hasta que la DICAR debió asumir su detención. Por ello el 18 de junio de 1976, estando mi papá en el Hospital de Carabineros con la bala aún enterrada en la axila, el general Romero debió entregarlo a la DINA.

Sin embargo, de nada de esto sabían mi mamá y mi Tata, quienes recorrieron todos los centros de información de detenidos, hasta que, sorpresivamente, el 26 de junio de 1976, mi mamá recibió una llamada telefónica del campo de concentración “Tres Álamos”, en la que una voz anónima le comunicó que mi padre había aparecido en ese lugar. Al día siguiente visitamos a mi papá, quien aún tenía la bala en el cuerpo. Ahí, en el patio del campo de concentración, junto a mis abuelos, pudimos conocer los detalles de las horrendas torturas a las que había sido sometido, de las cuales yo en ese momento no es mucho lo que pude retener –tenía seis años y mi papá se cuidaba de hablar delante de mí con detalle-. Más adelante fui conociendo, de a poco, el infierno por el que había pasado papá, sobre todo cuando yo le consultaba a mamá porqué papá saltaba tanto estando dormido.

Pero como si se tratara de una pesadilla sin fin, el lunes 28 de junio de 1976, mi padre, prisionero, fue examinado por los doctores Alfredo Montiglio Espinger, asesor sanitario del Servicio Nacional de Detenidos, y el doctor Cesáreo Roa Muñoz, del Hospital de Carabineros, quienes determinaron que debía ser trasladado al hospital de la FACH para extirpar el proyectil. A su regreso a Tres Álamos, se le notificó que estaba detenido en calidad de activista comunista. Durante su secuestro y todo el período de desaparición nunca, hasta el día de hoy, se le presentó un cargo en contra, ni orden judicial, nada.

El 28 de julio de 1976, el presidente de la Corte Suprema, José María Eyzaguirre, apareció en el campo de prisioneros políticos de “Tres Álamos” como parte de su tradicional visita anual a las cárceles. Allí pudo conocer personalmente a mi papá por quien había intervenido aparentemente sin resultado. En esa ocasión, mi viejo, corriendo riesgo para su vida, le relató -ante los militares que lo custodiaban y las demás personas que estaban ese día de visita- en detalle la tortura, las referencias que sus captores habían hecho sobre los detenidos desaparecidos José Weibel y Luis Maturana, y acerca del centro secreto de detención, hoy conocido como “La Firma”. Pidió incluso una investigación por el posible delito de homicidio frustrado y apremios ilegítimos.

Como consecuencia de aquella interpelación pública, el presidente de la Corte Suprema se vio obligado a oficializar el inicio de una investigación inédita en dictadura, en la que, apoyándose en el relato detallado de mi padre, y contra lo que señalaba públicamente el régimen militar ante los organismos internacionales, afirmó la existencia de lugares de tortura que no habían sido declarados y que los desaparecidos se encontraban en algunos de ellos. Producto de esa investigación se supo que quienes habían detenido a mi padre la mañana del 14 de junio de 1976 habían sido agentes del Servicio de Inteligencia Naval y que luego fue puesto a disposición de la DINA, es decir del Ejército, de conformidad con la Orden Secreta N°35-F-330, del 22 de noviembre de 1975, de los Ministerios del Interior y de Defensa Nacional. De este modo supimos que mi papá, durante su detención y tortura, había pasado por las manos de agentes del conjunto de las ramas de las Fuerzas Armadas y de Orden del país. Hasta el día de hoy todos los responsables de las detenciones ilegales y tormentos,
ya sean funcionarios militares como médicos, no han sido juzgados, y gozan de absoluta impunidad, lo que implica que circulan en las calles, ejercen su profesión, con el evidente peligro que ello significa para todos. ¿Curioso, no?

Yo pienso que mientras situaciones como ésta, que se repiten por miles en Chile, sigan pendientes, pues el reclamo de justicia forma parte de la exigencia de una vida digna, no solo se hace patente que nuestra sociedad no está en condiciones de hacerse cargo de sus atrocidades y continúa -por medio de la falta de acción- castigando a las víctimas del terrorismo de Estado, pero también no les da la oportunidad a los propios torturadores de tener una instancia desde la cual puedan hacerse cargo de lo que hicieron, de modo de cumplir las penas que correspondan, y así mirar más tranquilamente a sus familiares a los ojos. En este sentido, me siento tremendamente afortunado del padre que tuve, de la historia de la que formo parte, pues siento un sano orgullo por lo que él fue capaz de afrontar en la defensa de sus ideales y organización, experiencia de vida que puedo mostrar transparentemente a mis hijas para que se hagan una imagen propia de su abuelo ausente. Pero ¿qué les queda a los hijos de los torturadores? Pobres seres.

Mi padre dejó testimonio escrito de lo que fue la detención en un texto que llamó Los chacales actúan

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