04 marzo 2006

MI PADRE ACUSA: La noche más negra


Un débil y tímido sol alumbraba la ciudad. La Florida, sector donde habitábamos, conservaba el sabor a campo. Eran cerca de las 10 de la mañana, del 14 de junio de 1976. Iba al trabajo y mi compañera iría a buscar al hijo que había estado sábado y domingo con los abuelos.

Caminábamos con despreocupación hacia el paradero del microbús. Cerca de la casa observamos un auto Fiat 600 que con decisión se introdujo en un pasaje sin salida. Comentamos “deben ser vecinos nuevos”.

Llevaba en la mano izquierda el bolsón escolar de mi hijo que orgulloso daba los primeros pasos en la lectura. Verónica, mi compañera, decía algo referente a la guagua que vendría o a la débil salud de nuestro hijo. Habíamos caminado cuatro cuadras y como íbamos en dirección al oriente miramos, como suelen hacerlo los santiaguinos, la imponente cordillera de Los Andes que lucía bella y alba con las recientes nevazones. Transitábamos por la vereda izquierda; ritualmente Verónica marchaba al rincón y yo hacia la calle.

Escuchamos a nuestras espaldas un vehículo que avanzaba a gran velocidad. Sin saber me estremecí y presentí el peligro. Era inusual que en ese sector pasaran vehículos con tanta premura.

El vehículo se detuvo al costado nuestro, bajaron dos individuos jóvenes a la carrera. Grite a mi mujer: ¡cuidado!. En fracción de segundos me imaginé el cuadro. Ya recibía golpes de pies y manos, era agredido. Por reflejo opuse resistencia al tiempo que gritaba: ¿Quiénes son, qué quieren?. Mi compañera irrumpió en gritos y fugazmente vi que blandía su cartera en el aire.

Los puntapiés y puños iban dirigidos al rostro y estómago. Uno de los sujetos descendió del vehículo con un arma de fuego en las manos. Fui golpeado con ella.
Todo era un torbellino. El escaso tiempo se extendía. De pronto se escuchó un estrépito y sentí un fuerte impacto en el pecho. Parecía que un caballo me hubiese dado una coz de lleno. Caí doblado y sentí que en vilo era arrojado dentro del vehículo. Mi cabeza se estrelló en la puerta lateral derecha violentamente. Un dolor desconocido horadaba mi estómago y tronco. Quemaba, consumía. Los oídos zumbaban y la cabeza se aprestaba a estallar.

Perdía la conciencia. Con desesperación me aferré a la lucidez, en la caída al precipicio mis dedos como tenazas se asían al borde que cedía. En la vorágine me pareció que las uñas se rompían y los dedos crispados sangraban. El fondo me succionaba.

Las ideas como sopa de letras se encontraban diseminadas. Estaba por alcanzar la claridad. Las piezas del rompecabezas iniciaban el ensamble, la coherencia, cuando recibí un duro golpe en el cráneo y un zapato me apretó la cara contra el suelo del auto. Los ojos que recibían ordenes confusas del cerebro estaban aún vacíos y buscaron registrar los sucesos. Con alegría vi el piso. La satisfacción quedó tronchada porque fui levemente alzado y una tela plástica, de las que se usan en medicina para curaciones, me fue puesta sobre los ojos cubriéndome parte de la nariz y las cejas. Un ojo quedó entreabierto bajo la cinta y por varias horas me dolió, lagrimeando copiosamente.

Las manos me las esposaron a la espalda.

En esa posición me hallaba cuando el vehículo inició la marcha.

Sentí el ronroneo del motor. Quise hacer un recuento de los hechos y no pude, la lucidez iba y regresaba. Recordé el vehículo que velozmente venía a nuestras espaldas, la advertencia a mi compañera, el intercambio de golpes, el dolor profundo.
La primera certeza de la situación la tuve al sonar, atrasadamente en mis oídos, el aullido angustiado de Verónica - "son de la DINA",- "se llevan a mi marido, son de la DINA",- "son los asesinos de la DINA".

- ¡Cagué!- pensé.

Nuevamente la oscuridad. Me desesperó carecer de claridad reflexiva. Tras cada pausa, las mismas dificultades ,iguales interrogantes. Quise abrir los ojos y a pesar del esfuerzo fue imposible. El cuerpo estaba echado entre el respaldo del asiento delantero y trasero. Las ideas no correspondían a ese fardo inerte. Mi voluntad se rebelaba pero no encontraba respuesta. Seguía tirado, adolorido, inmóvil. El cuerpo se retorcía. Me propuse asumir una actitud de espera, de búsqueda de salida, que me hiciera escapar del laberinto.

Oí una voz que dijo: -¡Lo cagaste!

-"Se nos fue en collera el concha e' su madre".

-"Deberías haberle pegado en la cabeza, por huevón”.
Las palabras sonaban distantes e impersonales, creí que hablaban de no sé quién. Estaba como dormido y estimé que con despertar, iba a escapar de la pesadilla. El dolor me dio la respuesta: -Se trata de mi, estoy herido, ¿será en la guata o en el pecho?. Desee escrutarme y palpar el tronco pero no pude, las esposas hirieron mis muñecas.

La misma voz anterior ordenó: “Ve si salió la bala, mírale la espalda".
Me zarandeaban y tocaban con dureza el estómago y el pecho: Exhalé una exclamación de dolor al golpear la mano en el centro del pecho.
-"Le entró por el costado"-.

Tiraban del vestón.

-"No se ve la salida. Está cagado este huevón, la bala la tiene adentro"-.
Sentí un líquido tibio y espeso desplazarse por el costado y la espalda.
El auto avanzaba velozmente, en las curvas mi cuerpo oscilaba. La comunicación radial dijo: "sí lo tenemos, vamos en camino".

Recordé a Verónica. La angustia sobrevino. ¿Qué le habrá pasado, se la llevaron, le pegaron, se dio cuenta del balazo?

La brasa ardía en pecho. El corazón galopaba desbocado. El silencio me envolvía.
Los ocupantes del vehículo no hablaban. Se detuvieron, y conversaron brevemente con alguien que esperaba.

Recién pensé en los maleantes. Eran jóvenes, vestían deportivamente con parkas y usaban gorros pasamontañas. Hablaban con groserías. El vehículo correspondía a una renoleta nueva, me pareció de color celeste. Era todo cuanto registré en los instantes iniciales.

La renoleta circulaba por avenidas espaciosas, sin mucho tráfico.

Las preguntas volvían: ¿Habrán detenido a algún compañero? ¿Alguien me denunció? ¿Cómo ubicaron mi hogar?.

Un convencimiento sordo fue adquiriendo la potencia del trueno: mi vida se extingue ahora o un poco más tarde. La posibilidad de la muerte surgió. Sentí temor, el dolor me sobrecogía, la pata del delincuente la sentí sobre la cabeza y el rostro seguía metido entre las gomas sucias del piso.

La posibilidad de morir despertó en mi la indignación, la rebeldía. Quise estar con las manos sueltas parado y arremeter contra la ignominia. Si morder hubiese podido lo habría hecho. Así, entre el miedo a la muerte y la rebeldía, desfiló la reminiscencia y añoranza de mis seres queridos, mi compañera y mi hijo, mis padres, los camaradas, el Partido, los jóvenes que en alguna ocasión me hicieron su dirigente, los compañeros que habían muerto y a los que alentábamos a la lucha. Viví el ingreso a la Jota, una lejana tarde cuando en una solemne y emocionante ceremonia juramos fidelidad a los principios y estar dispuestos a dar la vida, si fuese necesario. Esas ideas románticas y nobles cobraban vigencia. Recordé a mi padre que me preguntó si sabía qué era el internacionalismo proletario cuando le dije que ingresaba a la Juventud.

Me acordé de la emoción de hablar en el Instituto Smolni en Leningrado, ante la presencia de viejos bolcheviques de la época de la gloriosa Revolución de Octubre, en el lugar donde se proclamó la República de los Soviets.

Fueron recuerdos fugaces, no premeditados. Sirvieron para afirmar mi espíritu y a pesar de la situación despreciable en que me encontraba me sentí digno.
No quería morir, haría lo imposible por evitarlo, pero si iba a suceder, lo haría peleando.

Jadeaba y mi respiración se hacia más difícil. El pecho y la espalda lo sentía en una prensa que oprimía.

Entramos en un camino de tierra, ascendíamos.

Las últimas ideas fueron de muda despedida de la vida y de cómo encarar el interrogatorio. No debía perjudicar a nadie con mis respuestas. El precio de la vida no lo iba a pagar con la confesión o la traición. Pensé en mi hijo. Si vivía quería mirarlo de frente.

El viaje llegó a su fin.

Mentiría si no dijese que un miedo glacial me acompañaba. No cantaba ante la muerte, temblaba; pero estaba dispuesto a resistir.

Manuel Guerrero Ceballos, 1976.
[Sigue leyendo la continuación de este relato Los chacales actúan]

26 febrero 2006

a redoblar


volverá la alegría a enredarse con tu voz
a medirse en tus manos y a apoyarse en tu sudor
borrará duras muecas pintadas
sobre un frágil cartón de silencio
y en aliento de murga saldrá
a redoblar
a redoblar muchachos esta noche, cada cual sobre su sombra
cada cual sobre su asombro a redoblar, desterrando
desterrando la falsa emoción el lalalá, el beso fugaz
la mascarita de la fe
a redoblar
a redoblar muchachos que la noche, nos presta sus camiones
y en su espalda de balcones y zaguán, nos esperan
nos esperan otros redoblantes otra voz, harta de sentir
la mordedura del dolor
a redoblar muchachos la esperanza
que su latido insista en nuestra sangre
para que esta nunca olvide, su rumbo
porque el corazón no quiere, entonar mas retiradas

[Texto y música de Mauricio Ubal y Rubén Olivera. Grupo Rumbo, Disco "Para abrir la noche", 1979, Uruguay]