24 marzo 2007

[Algo sobre mi padre] Artesanías de vida


Durante el tiempo que estuvo incomunicado en el campo de prisioneros de “Cuatro Álamos” en noviembre de 1976, mi padre estuvo encerrado en una pequeña celda con piso de baldosa. Y como para no decaer y superar la incertidumbre de una próxima tortura o ejecución, se auto impuso un estricto programa de trabajo que consistió en levantarse cuando consideraba que probablemente era de mañana, hacer su cama, simular que se lavaba la cara y los dientes –no tenía implemento alguno, por lo que solo hacía la mímica-, arreglarse el pelo, obligarse a hacer algo de ejercicio –aun estaba con la bala en el cuerpo-, y luego ponerse a cantar.

Debo reconocer que mi viejo nunca fue un muy buen cantor, pero le tenía un profundo amor a la música, particularmente a la popular. Su perspectiva de vida era que todo debía estar al servicio del pueblo, y por pueblo siempre entendió a la clase trabajadora. Tal era su convicción en este sentido que, un par de años después, cuando estábamos en el exilio en Hungría y yo cursaba el tercero básico, mis profesores le avisaron a mis padres que tenía talento y condiciones para la música, por lo que recomendaban que me iniciara en el estudio sistemático del algún instrumento. Mi madre deseaba que fuera piano, por lo completo que es armónicamente, mientras mi padre insistía en que debía aprender a tocar acordeón, de modo que pudiera animar las fiestas de gente sencilla. Yo me decidí por la guitarra, y es el instrumento que me ha acompañado toda mi vida.

Pero en Cuatro Álamos no había instrumento que tocar. Mi padre solo tenía su voz y su firme voluntad de no dejarse doblegar por una situación tan extrema de incomunicación. Entonces, en voz alta, ante la mirada atónita de sus vigilantes, entonaba cada mañana la Internacional, canciones de la Guerra Civil española, y toda melodía que se le viniera a la mente. Acto seguido, se dedicaba a limpiar, de modo minucioso, cada baldosa del piso. Una de las cosas que le causó mayor impresión fue encontrar, en las paredes de la celda, algunos mensajes de personas que habían estado ahí antes que él. Él sabía que muchos de los autores de aquellas letras garrapateadas eran compañeros que estaban desaparecidos.

Para mi estos relatos tienen una carga de vida incuantificable. Imaginarlo limpiando cada baldosa como una forma de aferrarse a la vida, luego de cantar las canciones que le reafirmaban su pertenencia a su militancia, organización y compromiso, son una muestra de amor y entrega frente a la cual cualquier represión será siempre infructuosa. Como diría tiempo después el filósofo francés Michel Foucault, te pueden someter a la fuerza, pero siempre tienes la opción de no dejarte domesticar por el poder. Mi padre resistió todos estos embates porque creía firmemente en la justeza de la causa que lo animaba desde pequeño, la causa de la libertad y la justicia social, pero por sobre todo porque consideraba que no estaba solo en el mundo, que se debía a otros y que por ellos valía la pena persistir.

Cuando luego fue finalmente reconocido como preso político, y fue trasladado de Cuatro Àlamos al campo de concentración de Tres Álamos en Santiago, mi viejo se incorporó inmediatamente a los talleres de artesanía que organizaban algunos presos y en ellos pudo enseñar a los demás todas las técnicas que había aprendido en los tiempos de la Escuela Normal. Los bolsos de cuero, de distintos tamaños y diseños, que salieron de sus manos eran entregados, durante las visitas, a mi madre Verónica, y una vez recibidos en casa, yo con seis años de edad salía en estado de sitio a venderlos en el barrio para juntar algo de dinero para la familia.

En mi mente tengo absolutamente nítidas las conversaciones que sostuve con la gente que salían abrirme la puerta o sus rejas en la comuna de Ñuñoa de esos tiempos y cómo miraban atentas los hermosos bolsos de cuero, muy distintos a los de la cultura consumista que se estaba instalando en Chile con esa estética sin identidad. Estoy seguro que en mis ojos veían que los artefactos de cuero eran un pedazo de mí, que venían de alguien muy querido, pues siempre me los compraron todos, sin excepción, incluso dándome en silencio más de lo que les pedía.

Un relato que dejó manuscrito mi padre sobre su traslado de Cuatro Álamos a Tres Álamos, que era como pasar de un túnel a la luz de la compañía de pares, puedes ver
en Regreso a la vida

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