25 marzo 2006

MI PADRE: Recuerdos del Checho


Este es un acercamiento de mi padre a su familiar y camarada, José Weibel Navarrete, el Checho, a quien el Comando Conjunto hizo desaparecer el 29 de marzo de 1976.
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Pensé en José Weibel, el Checho, como cariñosamente le decíamos. Ya sabía cómo lo habían apresado. Varias veces me habían hablado de él los matones de la DINA. ¿En algunas de las ocasiones venideras me encontraría con él, en qué circunstancias, cómo estaría?

Seguro que ni idea tendría que yo andaba en las mismas. Lo único que deseaba era que no estuviera muerto y tenia confianza que había resistido.

Al Checho lo conocí no me acuerdo cómo exactamente. Claro, por supuesto, fue en la Jota. Había concurrido al local de Capri, ahí cerca de la Plaza de Armas en Santiago, a buscar a alguien y sobre todo a quedarme ahí, ya que para mí era el más lindo local de la Jota de aquel tiempo. En una sala grande, aunque la verdad es que era más bien pequeña, había una mesa de ping pong donde los jotosos de esos años derrochaban su espíritu deportivo. Ahí parece que fue donde vi a un gallo flaco, de pelo muy tieso que daba paletazos y reía como cabro chico. Ese era Weibel, que aunque con nombre bien extranjero, tenía más pinta de chileno que el más popular Soto o González.

En otra ocasión a raíz de una manifestación callejera los pacos pegaron una arremetida y corriendo por la Plaza de Armas, Puente y Monjitas, llegamos al mismo local que tenía la luz cortada, había nerviosismo y se pensaba que entrarían a desalojar el lugar y a detener a los revoltosos. En medio del barullo se alzó la voz del Checho que echó una talla y la risa hizo superar la tensión.

Desde ese tiempo, sesenta o sesenta y uno, es que ubicaba a este hombre joven, cuarto hijo de una humilde y numerosa familia proletaria, cuyo padre era obrero municipal y su madre auxiliar de enfermería. Su infancia transcurrió, en buena parte, en los pasillos de los hospitales donde su madre lo llevaba por no tener con quien dejarlo. Con gran sentido del humor el Checho narraba cómo tenía por cama las camillas de los enfermos y por juguetes los implementos médicos.
Por la difícil situación económica de sus padres, el Checho a los once años de edad tuvo que enfrentar la vida laboral. Trabajó en la construcción, mueblería y salud. Siendo trabajador de la salud fue detenido en una huelga y sufrió flagelaciones por parte de la policía política. Siempre se enorgullecía de la combatividad de su gremio.

De fácil acceso, Weibel era frecuentemente requerido por los compañeros que le hacían llegar tanto sus puntos de vista como sus problemas. Nunca rehuyó la conversación y la discusión franca de las cosas.

El Checho participó en la Juventud Obrera Católica y fue su dirigente a los 13 años de edad en Conchalí, lugar donde ingresó a los 14 años de edad a la Jota llegando a ser secretario de ese comité local. Había sido un activo organizador de centros juveniles. Siempre los compañeros recordaban su estampa delgada, con una boina calada a la cabeza, animando las marchas con megáfono en mano. Allí estimuló la preocupación de la Jota por la actividad deportiva y los problemas más sentidos de la juventud.

En la acción clandestina contra Pinochet, esta experiencia sencilla y valiosa le permito al Checho entregar desde el golpe mismo una contribución fundamental al trabajo de la Jota en las nuevas condiciones. Con propiedad insistía en el papel de la Juventud Comunista para encabezar la lucha juvenil, por lo que era imprescindible sentir, vivir y participar con el resto de los jóvenes. Combatió con fuerza cualquier asomo de autoinmolación recalcando el valor de la organización. Esto que podría parecer simple, era una toma de posición muy valiosa, en tanto los fascistas quisieron dar, desde el mismo golpe, la imagen de que éramos una secta, un grupo de fanáticos, enfermos de odio y rencor. Ante ello resultaba necesario levantar la auténtica estirpe de los jóvenes comunistas que habían nacido y crecido al calor de las luchas y aspiraciones juveniles.
En los encuentros o citas, el Checho iba al callo con las consultas sobre la actividad de la Jota en cada lugar. Las primeras manifestaciones de acción juvenil independientes las examinaba una y otra vez, buscando extraer las enseñanzas de valor universal. Algunas eran febles o transitorias pero lo importante, decía, era que se extendieran y mostraran la capacidad de los jóvenes de ponerse en movimiento, de superar el terror que la dictadura desataba.

En esas ocasiones, cuando la actividad más metódica y cuidadosa había sustituido la acción febril del pasado, y cada paso debía medirse para no dar flanco a la represión, hubo más tiempo para conocerse mutuamente. Los valores del Checho se elevaron como cuadro dirigente comunista.
Weibel prestaba asimismo atención permanente a las opiniones de otros camaradas y cuando éstas las consideraba equivocadas, unilaterales o subjetivas, con paciencia y dedicación iba abordando y explicando cada asunto.

Cuando su padre murió después del golpe producto de los allanamientos, amenazas y persecuciones a sus hijos, se condolía de no poder estar presente en los funerales y expresar su amor hacia ese hombre enérgico que rendía culto al trabajo y la disciplina. Sin embargo, cada obstáculo y dolor, lejos de aplastarlo, le imponía la exigencia de hacer más por la libertad de su Patria.

El Checho gustaba de narrar hechos anecdóticos de su infancia e incorporaba dichos y chilenismos al lenguaje político. Una expresión habitual suya era "sancochar", que utilizaba para graficar la idea que había que preparar o madurar determinado asunto.

Padre de tres hijos, jugueteaba con los niños de los hogares que visitaba y no era extraño verlo en una u otra ocasión en atento coloquio infantil.

Hacía como tres meses, el 29 de marzo, no me acordaba bien, lo habían secuestrado mientras iba en bus acompañado de su esposa e hijos.

Desde ese día no había sabido nada del Checho hasta ese momento. Tenía que estar preparado para cualquier sorpresa y, sobre todo, seguir su ejemplo, que por lo que conocía merecía el mayor respeto.

Aunque los agentes de la DINA lo difamaban, para mí seguía siendo el camarada de tantas jornadas, organizador de primera, animador persistente de un trabajo amplio, audaz y juvenil de la Jota.

Tenía además presente, que en más de una oportunidad nos habíamos juramentado, por decirlo así, que si caíamos detenidos aguantaríamos. ¡Claro que aguantaríamos!

Así como sentí el desprecio hacia la labor de un traidor, me sentía fortalecido con la consecuencia de tantos, la inmensa mayoría de mis compañeros, entre ellos del Checho, conocidos o no, que eran fieles a sus convicciones, a su conciencia de clase, a su valor de hombres y mujeres de verdad.


Manuel Guerrero Ceballos.
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22 marzo 2006

MI PADRE: Una lágrima por Cristina


Enredada con la imagen del Choño afloró la de Cristina Carreño.

Había pasado mucho tiempo desde que nos conocíamos. Eran los tiempos en que estudiábamos en la enseñanza media. Por años nos encontramos y desencontramos siempre aunados por la actividad política. Con su rostro agraciado de mujer chilena, Cristina se distinguía por su risa que siempre la llevaba prendida a flor de labios. De estatura pequeña, temperamento reservado, parca en palabras, se encendía cuando su risa aparecía dejando al descubierto dos hileras de albos dientes. La recordé unida al Choño porque en diversas ocasiones me pareció ver la misma vitalidad en ambos, aunque proyectada de forma diversa.

¿Qué sería de Cristina, la chica Cristina como la llamábamos familiarmente? Había sido una alegría cuando después del golpe, en una de esas habituales citas clandestinas, nos encontramos y reímos por todo el trabajo que cada cual había hecho para memorizar los ras­gos de la otra persona con la que se reuniría pronto. Con el mismo silencio y resolución de siempre Cristina desempeñaba ahora su labor revolucionaria bajo la tiranía de Pinochet. Iba de un lugar a otro trabajando, organizando, animando la acción, incentivando la creati­vidad de los jóvenes. Poseía una gran percepción de los problemas de la gente, sabía descubrir sus virtudes y desnudar sus defectos. Ante cada asunto respondía pre­guntando de tal forma que la propia persona descubrie­ra la conclusión que ella deseaba subrayar. Era conocida en los diversos barrios e industrias del sector oriente de Santiago, lugar donde vivía desde largo tiempo, y aunque usaba nombres distintos, cada vez que se hablaba de ella salía a relucir el de Cristina.

Además de su vitalidad reconocía en ella un gran temple, una peculiar capacidad de sobreponerse a los tropiezos y vencer los temores que a todos por períodos nos asaltaban. Producto de los tiempos, tuvimos una desgraciada oportunidad de comprobarlo. Su padre, Alfonso Carreño, fue asesinado después de ser sometido a brutales torturas en la Academia de Guerra Aérea, la siniestra AGA. La familia recibió un ataúd sella­do con lo que se quería impedir que vieran y denuncia­ran la masacre a que había sido sometido su ser queri­do. Cristina al enterarse se estremeció y tomó las precausiones necesarias que permitieran protegerla, a la vez que cumplir su papel de hija. Con su madre y hermana denunciaron este crimen atroz cometido con un comu­nista cabal, al que dieron sepultura no a escondidas, como deseaban los fascistas, sino a plena luz, rea­firmando el cariño y admiración por quien murió peleando a la vez que el desprecio hacia los asesinos.

Tocada por el crimen de su padre, Cristina se abocó a las tareas del impulso de la solidaridad con los presos políticos y demás perseguidos por la dictadura. Trabajó con tesón, arduamente. Quería impedir que su mismo drama lo vivieran otros jóvenes y familias de Chile. Sabía de los lugares de detención, de los sistemas de visitas, de las necesidades de las familias, de las campañas de solidaridad que se efectuaban. En alguna ocasión hablamos de esta actividad febril recomen­dándole tomar tiempo para su descanso y recreación. Escuchaba, accedía, tomaba un respiro para de nuevo vol­ver con más bríos a su acción cotidiana. Igualmente la acosábamos preguntándole por su novio, cuándo se casa­ría, diciéndole que debía dejar más tiempo para esta dimensión de su vida personal. Nunca arguyó en contra­rio pero seguía trabajando con la misma entrega y dedicación.

Jamás pensé en esos momentos, que años más tarde, ya encontrándome en el exilio, recibiría una noticia como un trueno:

- Cristina está desaparecida. Su madre ha denun­ciado que, al parecer, en Argentina o Uruguay la secuestraron después de haber viajado a Buenos Aires.

Leí una y otra vez la información. No había dudas, se trataba de la misma persona, la recordada y admira­da Cristina, la de la risa alegre, silenciosa, hacedo­ra de presentes y construcciones futuras.

¿En qué lugar se encuentra, qué han hecho con ella los matones de Pinochet que se dedican al contrabando de la muerte, intercambiando presos e informaciones con otros regímenes represivos bajo la segura dirección de la Central de Inteligencia Americana?

Escrutando en la memoria se me apareció su imagen, tenacidad, resistencia. Me alcanzó la ternura y la emo­ción. No se puede transformar en pan de cada día el parte de la muerte. Me niego a aceptar que mis camaradas y hermanos se encuentren sepultados en quizás que socavón, aletargándose en sus dolores, extraviados en los silencios, asfixiados en sus ansias de vida. Si muchas son las disgresiones que se hacen sobre lo que es el fascismo, válgame presentar como prueba sólo ésta: la de los seres humanos que los traga la noche, los succiona la muerte, los aniquila el dolor. Y entre ellos está Cristina, desaparecida entre los desaparecidos, perdida entre la geografía mentirosa de quienes carecen de Patria, sentimientos y amor.

Cristina Carreño es una joven que como todas las del mundo soñaba y tejía en su imaginación planes para el mañana. Su vida se extiende más allá de lo que piensan los adoradores de la muerte, es una flor que buscará oxígeno, alimentará nuevos sueños y entre ellos el más elemental, el del derecho a la vida, a la existencia.

Su recuerdo merece más que una lágrima, pero yo no me quedo con su dolor, que lo comparto. Me quedo con su risa y su vitalidad a toda prueba.


Manuel Guerrero Ceballos.
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21 marzo 2006

MI PADRE: El sol del Choño

Este es el primero de un conjunto de tres textos que mi padre escribió acerca de compañeros que habían sido asesinados o detenido desaparecidos con anterioridad a su estadía en Cuatro Álamos. Durante lo largos días en que estuvo incomunicado, acudió a la imagen y vida de ellos para llenarse de su energía y entrega.

Cada uno de estos compañeros representan a jóvenes que, viniendo de un origen humilde como mi padre, dedicaron sus cortas existencias a la organización y transformación social. El gesto de mi padre de incorporar a su propio testimonio de lucha por la vida a estos amigos, muestra el profundo amor y respeto que sentía hacia el colectivo por el cual estaba dispuesto incluso a dar su vida, como finalmente lo hizo.

Querido Choño, hoy apareces en estas palabras que fueron escritas hace 30 años. Tu cuerpo ya fue encontrado en Pisagua, con los ojos vendados y las manos amarradas a la espalda, con un grito de espanto que quedó petrificado por la cal del norte. Tu imagen es uno de los testimonios vivos de que el exterminio ocurrió en Chile y con ella nos ayudas a que nadie lo puede negar. Pero tu risa, aquel sol que salía a borbotones por tu boca contagiando al mundo de alegría vital, es el recuerdo que mi padre nos regala, para pensarte vivo, luchando, aquí junto a nosotros y nuestros hijos.

Un abrazo y un beso querido camarada,
Manuel Guerrero Antequera.
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El sol del Choño

Matando el tiempo, arañando la masilla que bordeaba los vidrios de la ventanuca, recorriendo las nervaduras del solitario naranjo que me acompañaba me acordé del Choño.

- Seguiré su misma suerte-, pensé.

El había sido asesinado en la ciudad de Iquique donde fue trasladado prisionero desde Arica.

Fue torturado salvajemente y con esa decisión que le era tan propia antes de morir mandó a la mierda a los verdugos.

Fue trochada así una vida plena, joven y vital.

Dejó tras de sí mucho más que una joven esposa atribulada con la que alcanzó a vivir entre esperanzas y desasosiegos, en medio de su labor de combatiente clandestino.

El Choño, cuyo verdadero nombre era Manuel Sanhueza, murió tal cual vivió, es decir peleando, sin hacerle el quite a los problemas, con ese odio recóndito que sentía hacia los explotadores de su pueblo, con la decisión de estar haciendo lo que debía.

Poseía ese humor negro tan propio de nuestra gente. Los compañeros que estuvieron junto a él hasta poco antes que fuera sacado de su celda para nunca más volver, recuerdan que hizo bromas del estado en que se encontraba.

-¡Putas que estamos cagados, compadre! Pero igual vamos a ganarle a estos concha'e su madre-, había dicho, cuando bastaba verlo para darse cuenta que era un espantajo humano.

Conociéndolo como lo conocí, al igual que otros compañeros con los que nos tocó trabajar juntos largos años, pensé, al saber de su captura y su conducta heroica, en la inmensa luz interior que tenía el Choño, en ese tremendo sol que recorría sus venas, que se le asomaba por la piel y como ríos se desataba en sus actos, voz y risa. Era imposible pensar en él en términos trágicos. Su alegría y entusiasmo eran tan grandes que no había persona que se encontraba cerca de él que no fuera contagiada.

Los trabajos más duros y complicados los asumía con el convencimiento de que simplemente había que lograrlos y punto. "Los problemas son para resolverlos y se acabó", decía frecuentemente, "o si no, para que somos revolucionarios si nos gustan las cosas fáciles?".

Cuando lo evoqué, no pude evitar que me invadieran los recuerdos de innumerables anécdotas que él había protagonizado. Era efectivamente un chileno típico. Hombre nacido y criado en los barrios, peleador por el sustento. Desde niño fue el creador de su vida, con más imaginación que con dinero. Bueno para la talla, amigo de sus amigos, conversador, piropero, gustador de la buena mesa y del buen vino.

No había secreto de la vida en las poblaciones que él no conociera ya que formaban parte de su existencia misma. A veces pasábamos horas hablando de los juegos de los niños en en nuestra infancia habíamos conocido: Cómo cazar las más hermosas lagartijas con un sedoso crín de caballo amarrado al extremo de una varilla y formando un bozal; las competencias de ensartar con un dardo cáscaras de sandía que se lanzaban a las aguas de alguna acequia o canal, probablemente infecta de aguas servidas; los recorridos en bote por las calles de la costanera inundadas por las subidas del río Bío Bío, que hacía flotar hasta las bacenicas de nuestras improvisadas casas; los zancos confeccionados con tarros de conserva vacíos y perfeccionados con largos maderos que nos permitían recorrer los barriales y lodazales de los campamentos o poblaciones sin mojarnos los zapatos; los vehículos cuchepos que, al Choño en Concepción, y a mí en Valparaíso, nos permitían participar en reñidas competencias cerro abajo; los campeonatos de volantín que tenían la magia de la artesanía para hacerlos coloridos, grandes o pequeños, y la mejor manera de curar el hilo, con huevo o sin huevo, con vidrio molido de ventana o ampolleta, así como las conversaciones acerca de la mejor forma de mantener un trompo o un emboque..., en fin.

En una organización revolucionaria nadie es imprescindible, pero es difícil imaginarse un mejor encargado del trabajo poblaciones que el Choño, cargo que le cupo desempeñar durante los últimos años antes del golpe fascista. Era un activista infatigable, recorría los barrios estimulando la organización de los centros culturales y juveniles, las juntas de vecinos y de abastecimiento y precios, las jornadas del trabajo voluntario.

Antes había sido líder de varias tomas de terreno que los pobladores sin casa efectuaban ocupando por la fuerza sitios estatales o privados desocupados, donde levantaban una choza de cartón o sábanas, sin más protección que su organización y decisión, así como las infaltables banderas chilenas que enarbolaban, cual escudo, la ocupación de los terrenos y los enfretamientos con la policía. Originario de la población Agüta de la Perdiz, de Concepción, el Choño conocía esta lucha con la palma de su mano.

En 1974, cuando fue detenido en Arica, en el extremo norte de Chile donde se había trasladado para dirigir a la Jota tras el golpe, los servicios represivos le tenían un surtido prontuario que le hacía aparecer en distintos puntos del país organizando y luchando por los derechos juveniles. Efectivamente era así, porque él había ligado su vida a la lucha y en consecuencia fue dirigente en Concepción, Valdivia, Santiago, y dirigente nacional de las Juventudes Comunistas.

Su inagotable y contagioso entusiasmo tocó la vena de Victor Jara, quien se dejó conducir por el Choño a través de las poblaciones de Chile, para conocer más a fondo lo que el artista ya conocía. Así se le abrieron las puertas de las misérrimas moradas de los pobladores que ya le querían como a uno de sus más representativos artistas. El ritmo vital de ambos se amalgamó y creció, por lo que era habitual verlos entrar y salir, conversar y discutir, arrolar todo con sus programas en diversos barrios y comunas de Santiago. Si la fiebre del Choño y Victor nos hubiera alcanzado a todos, habríamos terminado dedicados exclusivamente al trabajo poblacional. De esta relación y conocimientos nació el conjunto de canciones de Victor Jara que lleva precisamente el nombre de "La Población", y que tan hermosamente expresa los dramas de las barriadas de Chile.

Con su lenguaje pintoresco y claro, el Choño se distinguía entre sus compañeros. Hablaba sin rodeos, sin pelos en la lengua. Cuando las discusiones eran enmarañadas, solía decir que lo más importante es saber que el imperialismo es el enemigo fundamental; teniendo claro ésto, lo demás no es problema.

A pesar de haber cursado sólo algunos años de escuela primaria, el Choño poseía un amplio conocimiento cultural, producto de su carácter autodidacta. Acostumbraba a andar con un libro que lo leía apasionadamente, para más tarde discutirlo con quien encontrara a mano.

Con la misma sencillez con que hablaba en las poblaciones, se dirigía a los estudiantes universitarios que lo invitaban siempre a sus actos, charlas y foros. Con su semblante y figura característica, con sus piernas arquedas y entusiasmo a toda prueba, estaba donde se le requiriese. Era inagotable.

En Arica se dio a la tarea de reorganizar la Juventud. Como ésta ya mostraba su iniciativa en diversos sectores juveniles, amplificada con un periódico que nació bajo la orientación del Choño, los aparatos represivos se dieron a la tarea de desarticularlo. Utilizando los errores en el trabajo clandestino, que por inexperiencia cometíamos prácticamente todos en esa época, al Choño lo ubicaron y detuvieron junto a otros compañeros.

Queriendo matar su lucha y apagar su luz, lo asesinaron sin que jamás entregaran su cuerpo a sus familiares.

Puede estar enterrado en cualquier lugar del desértico Norte, pero su luminosidad no ha sido sepultada, y cual sol reflejado en las aguas del océano, no sigue alumbrando.

Recordé, en esa ocasión, una imagen que Julio Cortázar, el eminente escritor argentino, había usado en su novela "Rayuela": los peces requieren tanto la compañía de otros, que cuando uno de ellos esta sólo en un acuario, basta ponerle un espejo donde él mismo se refleje para que se sienta acompañado.

Pensé que en los hombres la necesidad de compañía es aún mayor. A mí el Choño, entre otros recuerdos, pensamientos y emociones, me acompañaba con su ejemplo en esas horas tan difíciles.


Manuel Guerrero Ceballos, 1976.
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20 marzo 2006

MI PADRE: Conversando con las paredes

El siguiente más que un texto es un rito. Rito en cual se vio sumergido mi padre estando el soledad más absolta en una celda del campo de prisioneros de Cuatro Álamos. Sin embargo, la historia y la memoria lo arrastraron, de una forma dulce y mágica, hacia la comunidad, hacia al colectivo al que pertenecía. Voces y caricias llegaron a él para demostrarle que formamos parte de una cadena viva que resiste, no calla.

Ahora es mi turno el continuar este rito. Y es lo que hoy hago contigo: a través de tu lectura te entrego el mensaje de humanidad que dejó grabado mi padre en las paredes de nuestra historia. Tómalo, ahora es tuyo también.

Manuel Guerrero Antequera.
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Conversando con las paredes

Mirando por la ventana, mi vista distraídamente se posó en un marco. La masilla estaba reblandecida. Hundí un dedo y quedó media marcada mi huella digital. Se puede escribir, pensé. Escribir qué y con qué. No sé, pero escribir, comunicarme, sentirse pensando, vivo, escri­bir.

Me di a la tarea de buscar una herramienta que hiciera las veces de lápiz. Así descubrí un trozo de pa­pel de envolver, totalmente arrugado, una hilacha que podía agrandarse al sacar el remache de la frazada, y una aguja, enrrollada en un borde de la sucia cortina. Con ella lo primero que hice en la masilla, fue poner la fecha y mi nombre. ¿Por qué fue eso lo primero que se me ocurrió? Debe haber sido por el deseo íntimo, consubstancial, primitivo de sentirse identificado, y dejar un vestigio, un yo estuve aquí, si tú lo ves ya sabes, dilo.

Al escribir me acerqué al borde de la ventana y descubrí otros nombres, otras palabras y otras fraces. Empecé golosa, atropelladamente a mirar y por todas partes se me revelaron decenas, cientos de nombres, fechas llamados, invocaciones, re­ cuerdos, emociones iras dolores. Las paredes, los muros, las maderas, los fierros de los camarotes, todo por donde fuera posible poner una letra, signo o palabra, tenía una señal, una idea. Escritas en las formas más increíbles, pero estaban allí,me acompañaban, se comunal caban conmigo,con el pasado que otros vivieron como yo y con el futuro que aún tendrían, por desgracia nuevas víctimas.

Las paredes conversaban. Era sobrecogedor, emocionante, sencillamente humano y por ello quizás más trascendental.

Me senté an la cama abrumado, convulcionado, atónito.

- "María, te amo y recuerdo" Mario

- "Dios, gracias por acompañarme" Rosa

- "Estuve aquí 27 días" Rubén

- "La lucha continúa"

- "No podrán los fusiles acallarnos"

- "Por aquí pasó Sergio" 12-II-75

- "Junto conmigo desaparecieron Rodrigo y Darío" José 31-IV-76

- "Mañana 21 de Agosto, es nuestro aniversario, te quiero" Pedro

- "Hijo, tu padre te quiere" Daniel

- "Allende es nuestro ejemplo"

- "El Partido siempre vive" J.

Y así, por todas partes. Una de las cosas más impactantes eran las cuentas de los días de prisión, ordenadas en filas de a cinco, diez, quince, veinte días o más. Habían algunos que, de tiempo en tiempo, hacían balan­ces:

-"Llevo aquí 71 días incomunicado"

Esta cadena de los presos políticos me ató, se me metió muy dentro. Demostraba, una vez más, saciedad de saciedades, que nunca nadie está solo si ha unido su vida a la suerte de los otros.

Estuve todo el día leyendo las frases, muchas de las cuales, a lo mejor las más hermosas, hoy no recuerdo con exactitud. Por mi parte contribuí al correo de los desaparecidos, poniendo trosos de canciones y poe­mas, frases o simplemente mi nombre y fecha.

Con el tiempo, me topé una vez, en un lejano país, con un compañero que después de presentarnos, se quedó en silencio un momento, para al rato decirme:

- A tí te conocía, tu nombre lo vi en Cuatro Ala­mos. Yo también estuve ahí.

Nos quedamos en silencio y sin decirnos nada, de seguro que ambos pensábamos en los otros nombres, que son seres reales, quizás los mejores,que no estaban físicamente con nosotros.


Manuel Guerrero Ceballos, 1976.
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19 marzo 2006

Al abuelo de MI PADRE

El que sigue, es un poema que escribió mi padre, estando en el exilio, cuando se enteró que había fallecido mi bisabuelo en Chile. Zapatero artesanal de toda la vida, a los bisnietos siempre nos llamó la atención su dura y callosa rodilla izquierda, que ocupaba como mesa de trabajo. Dos ojos azules intensos y manos fuertes, era nuestro querido tronco familiar, quien, junto a mi bisabuela, nos heredaron la conciencia de la lucha del pueblo trabajador por la justicia social y el amor incondicional a los nuestros, y la fraternidad, con respeto exigente, hacia los demás.

Mi bisabuelo fue el primer Manuel Guerrero de la familia, ya que él inició esta luchadora estirpe, como lo hace público mi padre en su poema. Participó, como anarco sindicalista, cuando aún Luis Emilio Recabarren no fundaba el Partido Comunista de Chile, en las luchas obreras y de artesanos de fines del siglo XIX. Analfabeto hasta que aprendió a leer en el otoño de su vida, generó un estímulo tal por descubrir lo bello con sentido social, que su hijo, mi abuelo Manuel Guerrero Rodríguez, creció como escritor popular y periodista autodidacta, y publicó varios libros que retratan la vida de los campesinos y bandoleros de Chile.

Soy el cuarto Manuel de la frondosa familia de los Guerrero. Es un sincero orgullo para mi pertenecer a esta pedazo de humanidad. Y, a pesar de los pesares, aquí estamos los Manueles Guerrero más vivos que nunca, y están germinando nuevos Victor Manueles, Manuel Libertad, Emilia Manuela, y muchos más Guerreros jóvenes, adolescentes y niños, que proyectan a nuestra amada familia en el compromiso, constancia y amor necesarios para hacer lo posible por alcanzar, en el tiempo que sea, el reino de la libertad para el pueblo trabajador.

Bisabuelo Manuel Jesús, estás acá, con tu zapato artesanal y conciencia social auténtica, abriendo con nosotros las luchas del siglo XXI.

Mis cariños para ti,
Manuel Guerrero Antequera.
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Al abuelo

Sería premonición, recuerdo vigoroso
presencia indeleble, coincidencia, o
qué sé yo,
pero te tuve en mí presente más que
otras veces, en que en silencio te
recordé con tus ojos transparentes,
tu risa socarrona, tus iras antiguas
como las injusticias
que tu breve cuerpo contuvo.
Mi hijo me contó que en su curso
habló del bisabuelo que enfilaba su
vida hacia la centena y los
otros niños te imaginaron diverso
de acuerdo a su remota y fantástica
idea de hombres lejanos habitantes
de remotas tierras.
En la tarjeta de mi hermana me pareció
percibir la noticia que tremenda
llegaría: el abuelo, tú, Manuel Jesús,
luchaba contra las enfermedades que
asolaban.
No quiero imaginarte entre asépticos
aparatos, olores y ruido hospitalario,
no quiero verte entre sueros, inyecciones
o balones de oxígeno.
Te quiero seguir teniendo en tu voz
fecunda, tus palabras categóricas,
tus paseos, tus manos sembrando
plantas y esperanzas, tu pecho
vigoroso, tu clara conciencia.
Me quedo con tu imagen agitando
las canas, suprimiendo los dolores,
aderezando las dignidades
de los pensionados que sufrían y sufren
la discriminación, la burocracia y la
humillación.
Te sigo encontrando en el desfile
cuando tu puño zapatero se alzaba
para imprecar a burgueses,
los que todo tienen,
los que no saben lo que es el hambre,
el ser regalado como tú abuelo
que para conocer a tu padre incursionaste
en el norte y el sur,
los que no saben lo que es dormir
en los caminos, aprender a leer
a los setenta años como tú abuelo,
los que no pueden soñar con la
tierra como tú abuelo
porque la poseen y la malgastan,
los que no pueden soñar con días
mejores sino que tienen ocultos temores al mañana,
los que no se emocionan al ver
nacer una flor o una chala que tus
prodigiosas manos hacían para
ajenas personas, como tú abuelo.

¿Has muerto?
A tus 98 años.
¡No puede ser abuelo!
¿Cómo lo has permitido?
Para mí, para mi padre,
para nosotros los que te conocemos,
que salimos Guerreros porque tú
con buen ojo nos cambiaste por Grandón,
los que vimos tus penas y dolores,
los que conocimos tus risas y
sueños, para todos tus amigos
y camaradas, tu no mueres,
no puedes, no debes morir.

PD: ¿Y cómo es posible, mierda,
que tú abuelo,
después de 98 años no tuvieras
más tierra que la que mi familia
te pague para la sepultura?


Manuel Guerrero Ceballos, Budapest, enero de 1982.