18 marzo 2006

Consulta de MI PADRE

Consulta

Miro a mis hijos
y me veo en sus ojos
claros y transparentes.

Me encuentro con mis camaradas
y tengo la certeza
que creen lo que les digo.

Visito a un amigo
y abre a mí su corazón
confiado y hermano.

Me enfrento a un enemigo
de mi pueblo y mi patria
y desato mi furia acumulada.

¿Tú cómo lo haces
para compartimentar
tu existencia?


Manuel Guerrero Ceballos, abril de 1981.

17 marzo 2006

MI PADRE: Nueva residencia


Estos relatos que comparto contigo son el testimonio de mi padre de cuando era trasladado entre distintos lugares de reclusión, en calidad de detenido desaparecido, esto es, con identidad falsa, como "Pedro González Rocha", con su rostro cubierto, y en manos de efectivos armados que no cesaban de interrogarlo, sin que se le informara donde estaba, ni quienes lo tenían. Hoy sabemos que el lugar donde pasó más tiempo fue en "La Firma", en calle Dieciocho, donde operaba el Comando Conjunto, y que luego fue trasladado, para volverlo a la vida y continuar interrogándolo, al Hospital de Carabineros. Desde ahí tuvo un nuevo cambio de destino, con la bala en su cuerpo, del cual da noticias en "Viaje en silla de ruedas" y "Visión de Santiago". ¿A donde lo llevaban esta vez? ¿Se asomaría la luz al final de este largo y angustioso túnel?

Gracias, una vez mas, por abrir tu tiempo a esta memoria herida, pero digna y profundamente humana de un muchacho de 27 años de edad en aquel 1976, que a través de tu amable lectura, hoy se contacta con su país y la vida.

Amor, razón y fuerza,
Manuel Guerrero Antequera.
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Nueva residencia

Con la cabeza entre las piernas se ve distinto el mundo. Yo lo veía oscuro, achatado, ridículo, ab­surdo. Cómo no haber percibido antes que con nosotros convivían seres de otro planeta, o más bien de este, pero de otra dimensión, la dimensión del placer del dolor, del apetito de padecimiento, de la felicidad de la tragedia. Los fascistas no eran seres de las pelícu­las, o de otras latitudes, también se llamaban Guzmánes, Pérez, Montero, Merino o si queremos también con apellidos que suenan extranjeros pero ya son chilenos, Pinochet, Leigh, Ewing y otros. Con ellos nos podíamos topar en la calle, en un acto o recepción, o viendo el fútbol los domingos. Pero tras su faz escondían odio, ferocidad, sed de venganza, revanchismo de clase, ser­vilismo, doble codicia.

De tanto decir, “aquí en Chile no pasan esas cosas”, frase que acuñó la burguesía y no el pueblo, porque a éste siempre le pasan cosas, nos anduvimos convenciendo. Y nos faltó vigilancia, fuerza, ductibilidad en algunas cosas e intransigencia en otras. Cómo no haber evitado tanto dolor, desamparo, padecimiento.

(Y aquí voy como un bulto, vuelto a feto por involución propia. Ovillado por obligación y autorrecogido por protección. Lo que tengo más cerca de mí es el pi­so del auto, linda vista, ¿no es cierto?, y si quiero recrearme, puedo percibir el olor a mierda de estos cabrones, pijes, hijos de su papá, burgueses de la gran puta que juegan a los jovencitos con seres reales, que acaban al poder disparar, que se masturban con el olor a sangre, que llevan cuentas de las violaciones habi­das, "yo me culié una cristiana, y yo dos comunistas, y qué, y yo me tiré a una mirista").

La risa de los agentes de la DINA era estruendosa y sólo se apagaba por los chillidos de los neumáticos producidos al girar bruscamente, corrían uno al lado del otro, adelantándose, en mortal carrera, al estilo de "Rebelde Sin Causa."

De vez en cuando un golpe en la cabeza o en la espalda me hacía recordar, como si pudiera olvidarlo aunque fuera por un segundo, su compañía:

-¡Afírmate Pelluco!

Frenaron bruscamente y hablaron con alguien que estaba afuera. Lo único que logré oír fue: "tienen que esperar, hay visita".

Bastó eso para que empezara a especular: esperar, visita, qué visita, dónde estaremos, tengo que lograr mirar, si me pegan una vez más que va a pasar, por lo demás ya estoy harto adolorido. En el ínter tanto, uno de los agentes me preguntó: “Dime, ¿y puede ser comunis­ta un cristiano?”. Desde el piso le respondí. Escuchó en silencio, para después de mi explicación exclamar: "Harto rara la huevá".

Fue largo el momento que hubo que esperar. Después ingresamos a un recinto, se notó que cruzábamos una entrada y sonó, al cerrarse, una pesada puerta.

Los autos circunvalaron un lugar en el que se es­cuchaban voces coloquiales, ritmos de vida corriente. Traté de levantarme y un pie me aplastó la cabeza al suelo. Me fue imposible mirar y hablar. Envuelto en la frazada me sacaron e introdujeron en un recinto. Allí me descubrieron.

Los recién llegados y los allí presentes se saludaron amigablemente:

- Traen más pega por lo que veo.

- Así es, es que estos "nachos" no se cabrean nunca, y con lo de la OEA andan muy activos, pero ya va a pa­sar este huevéo y ahí veremos.

- A este se lo traemos con una "píldora".

-¿Se la metieron por el poto o por dónde?

Grandes risotadas celebraron la salida del sujeto que con pistola al cinto estaba tras un escritorio frente a una máquina de escribir.

Se despidieron y se fueron, no antes de gritarme riendo:

-¡Chao Pedro, quedái en buenas manos!

El funcionario empezó a hacer preguntas como si fuera aquella una oficina pública que atiende de 10 a 12 y de 14 a 16 horas, intentando aparentar prescindencia de su oficio de carcelero-torturador.

Me condujo por un largo pasillo y me arrojó a un cuarto que tenía dos camarotes de dos camas cada uno y nada más. Todo era desolado, frío horrorosamente aban­donado.

Cansado me tiré en una cama.

Sonó un teléfono y el guardián respondió:

-¡Sí está aquí, claro, se llama Manuel Guerrero Ceballos!

Otra vez escuché mi nombre. Hacía varios días que no sucedía. Me gusto oírlo, era como que venía más (ideas de uno), era como si yo me avenía más con este nombre y no con otro, tenía indumentaria para éste y no para otro, menos para el de Pedro González.

Una vez más esperé agazapado.

Al rato sonó un portón metálico y por el largo pasadizo se oyó una voz:

- Tráiganlo.

Esperé por si podía ser otra persona, pero los pasos se encaminaron y se detuvieron frente a mi puerta y abrieron el cerrojo que se cerraba, como es de imagi­nar, por fuera.

Otra vez me sonaban los oídos, la cabeza me daba vueltas, sentía ganas de vomitar, temblaba entero, deseaba orinar.

Un par de sujetos estaban allí. Uno tendría unos cincuenta años, parecía un capitán o algo así, pero vestido de civil, y el otro era más joven y se paró detrás del primero.

- Su nombre, dirección, edad, profesión, por qué está aquí, de qué se le acusa, tiene armas, por qué le dispararon, a cuantos hirió Usted, qué responsabilidad política tiene, cuál chapa usa, etc., etc., fueron sus preguntas iniciales que buscaban mostrar el mayor carácter técnico-profesional al interrogatorio.

Cuando había pasado la avalancha pregunté:

- Quisiera saber dónde me encuentro y bajo qué institución estoy detenido.

Como para tranquilizarme, después de grandes aspavientos y con voz presuntuosa dijo:

- Usted está en Cuatro Álamos, bajo jurisdicción de la Dirección de Inteligencia Nacional.

"Con tal credencial, pensé, puedo estar tranquilo".

Como respondí muy en general y solo lo que era menester, el agente dejó sus buenos modales y entró al terreno directo de sus aptitudes. Me golpearon y empe­zaron a proferir amenazas para mí y mi familia.

Como yo no me retenía en pie y caí al suelo me trasladaron a la celda y se marcharon.

Allí quedé echado en semioscuridad. Traté de oír más movimiento en el recinto para saber si a otros presos también los tendrían ahí. No escuché nada.

Mucho después me volvieron a sacar, y un pseudodoctor empezó a examinarme haciendo el resto de las pre­guntas que le había encomendado su jefe. Me aplicó una inyección, me dio unos calmantes, hizo algunas amenazas y terminó la consulta médica.

A solas en mi cuarto me atacó un dolor muy grande y perdí, no sé por cuanto tiempo, el conocimiento. Desperté aterido de frío, gateando fui tirando frazada por frazada que había en los otros camarotes y me cubrí con todas ellas. Serían unas doce, pero aún así temblaba. No podía conciliar el sueño, quería dormir, descansar, prepararme para lo que seguiría.

En el silencio de la noche escuché, a lo lejos, trozos de melodías que llegaban a mí y se esfumaban.

No pude dormir nada. Empezó a aclarar y me levanté.

Hacía mucho frío. Ese mes de junio fue duro en Santiago.

Había una ventanuca por la que entraba luz. A través de los vidrios protegidos por gruesos barrotes, se veía un muro plomizo con alambradas de púas. Era todo muy triste y lúgubre. Lo único que denotaba vida era un solitario naranjo que por sus medios había sobrevivido a las inclemencias de la naturaleza y humanas.

Observé cada rama y hoja de ese arbolito. Me pareció descubrir la nervadura de sus hojas y sentir su aroma.

En eso estaba cuando se abrió la puerta y un guardia me entregó un tazón de té y un pan. Pedí permiso para ir al baño. Me acompañó. Junto con orinar me lavé la cara y descubrí un espejo. Sentí curiosidad por verme. Me miré y me sorprendí de lo albo que estaba, des­ordenado, ojeroso, acabado. Como hablando para mí, medije en silencio:

-¡Pero seguí vivo Manuel Guerrero!

Empecé a convertir en ritual cada comida, era un contacto con la civilización. Puse el jarro en la cama con el pan al lado, sorbía un poco y comía un trozo de pan, y así, cada vez, lo más lentamente posible. Muchas veces no tenía apetito, sobre todo por mi salud, pero la ceremonia siempre se celebraba.

Al avanzar la mañana otra vez no tenía nada que hacer. Dormité y desperté con el canto de los pájaros. Me paré presuroso a la ventana. En el naranjo había dos gorriones, que revoloteaban en torno suyo. Los miré con franca algarabía. Los encontré bellos, ágiles y, sobre todo, libres.

Mirándolos recordé la reproducción de una pintura rusa que teníamos en nuestra casa, que mostraba a unos campesinos presos mirando unos pájaros por la ventana de su celda y que tenía por similar nombre, La Libertad. De esa pintura sobre todo me gustaba la cara del campesino ruso que, con gran fuerza y tranquilidad, ob­servaba a las aves, como si estuviera convencido que luego las acompañaría.

Por asociación, pensé en otros cuadros. Uno soviético también, que se llamaba La Maestra Primavera, que mostraba a una joven de la república asiática, que por solitarios senderos se encaminaba, seguramente hacia su escuela. También recordé los grabados de autores chilenos que teníamos; Lautaro, de Santos Chávez, otro de Vilches, uno de Ginés Contreras y uno de Ampuero. Cada uno mostraba algo de la vida de los trabajadores o el ansia de libertad.

¿Estarían aún esos grabados en casa o los habrían destruido?

Manuel Guerrero Ceballos, 1976.
[Sigue leyendo Conversando con las paredes]

16 marzo 2006

MI PADRE: Visión de Santiago


Entre dos individuos en la parte de atrás del auto, agachado hacia adelante me llevaron.

El vehículo estaba en el pasillo mismo del hospital.

(Sí, ya no me cabe duda que era en el Hospital de Carabineros, ubicado entre Manuel Montt y Antonio Varas, en Ñuñoa, donde me tuvieron esos días. Allí estuve bajo la responsabilidad, complicidad del director de este establecimiento, con nombre falso, sin ficha médica, con el encargo de ocultarme, recuperarme para no morir, vivir para ser torturado o interrogado, para arrancar, de ser posible, la confesión. Cuántos médicos de los que me vieron fueron cómplices no lo sé, pero de lo que no me cabe dudas es que varios sa­bían lo que hacían, para qué se prestaban, por convicción fascista, por cobardía o quizás qué razón.

¿De cuántos casos más no serán cómplices o cuántos otros no se les fueron y se murieron en el juego de mante­nerlos "sanos", para que puedan percibir en plenitud la tortura?

De las observaciones hechas cuando me hacían re­correr en camilla cubierto como un cadáver esos pasadizos de la infamia, y de lo que escuché a retazos en palabras sueltas o frases truncas, puedo colegir donde me tuvieron, lo que se confirmó cuando el vehículo salió por una entrada de auto en forma semicircular, del tipo de la que tiene el Hospital de Carabineros).

-Sí, va bien, lo vestimos con su ropa, está como pantruca, pero se ve bien. Le quisimos regalar choco­late; pero como es orgulloso no quiso, tú sabí como son estos "rojos". Sí, adelántate, abre camino, no hay que parar en ninguna parte.

Me levantaron y me sacaron la frazada. Quedé como un tranquilo pasajero más en un automóvil. Miré de inmediato hacia afuera. Siguiendo un Austin Mini, el vehículo en que íbamos corría a toda velocidad por Irarrázaval al llegar a Vicuña Mackena, por donde dobló hacia el sur a pesar de tener luz roja el semáforo. Corrían como en una alocada película gansteril. Atrás venía otro vehículo escoltándonos. El trío de interrogadores iba conmigo, sonrientes amigables, bonachones.
Miré hacia la calle con la falsa ilusión que al­guien, un alma conocida me viera, pero todo era muy rápido y enseguida me volvieron a meter bajo el asiento.

Vi Santiago sólo por algunos segundos. No hacía tantos días que había andado por allí, recordaba que venía de casa de un amigo donde me convidaron sopai­pillas y nos reímos con ganas de chascarros juveniles. Ahora eso me parecía una eternidad, era como si perteneciera a otra época, siglo o década, a otra dimensión.

Me dolía la normalidad de la vida que observaba y la tremenda anormalidad de la que yo era objeto. Pensé en tantas veces que yo también miré indiferente; los vehículos que transitaban sin saber que quizás también en alguno de ellos iba un preso desaparecido, un secuestrado por la DINA, que con su mirada clamara socorro, ser reconocido, deseando dejar aunque fuera un vestigio de su vida. Me sentía extraño en ese pai­saje, era como un objeto inserto a la fuerza en un cuadro. Pero ¡qué ganas de haber estado esperando mi­cro en Diez de Julio con Vicuña Mackenna!

Manuel Guerrero Ceballos, 1976.
[Sigue leyendo Nueva residencia]

15 marzo 2006

MI PADRE: Viaje en silla de ruedas


¿Cómo vive un detenido desaparecido? ¿Es dable hablar en estos términos de aquel "estado, que es peor que la muerte", como le llamaba mi padre? Los escritos que ustedes tienen ante los ojos son una especie de diario de vida, o más bien bitácora de la muerte en vida de un sobreviviente, temporal, de la realidad de los detenidos desaparecidos en 1976 en Chile. Pues mientras papá era trasladado del cuartel "La Firma", en la céntrica calle Dieciocho, al Hospital de Carabineros y de ahí a otros centros de reclusión, nosotros lo buscábamos frenéticamente día y noche sin que ninguna autoridad reconociera su calidad de detenido.

Este año 2006 se cumplen 30 años de aquella operación rastrillo que llevó adelante la DINA y el Comando Conjunto para acabar con la esctructura organizacional del Partido y las Juventudes Comunistas de Chile, con un saldo enorme de muertos y detenidos desaparecidos. Nosotros, los hijos e hijas, que para tal entonces teníamos con suerte entre seis a diez años de edad, hoy somos mayores que nuestros propios padres. En efecto, yo estoy por cumplir 36 años, mientras que papá tenía apenas 27 años cuando lo secuestraron en 1976. Y en marzo 1985, cuando finalmente fue ejecutado, él tenía 36 años de edad. ¿Surrealista, no? He alcanzado la edad de papá, y aún lo observo con "ojos de luna" de niño, como él solía decir, con un eterno ¿porqué? ¿dónde? ¿quiénes? ¿cuándo? ¿cómo?, permanente.

La prisión política, la tortura, la ejecución y la desaparición forzada de personas tienen efectos psicosociales y sociopolíticos que transcienden los tiempos breves de los cambios de gobierno. No hay que confundirse: que hoy operen, con mediana estabilidad y libertad, las instituciones públicas principales del país, no implica que las biografías de los sujetos sociales concretos, cuyos cuerpos y derechos fueron violentados por las mismas instituciones públicas del propio Estado a través de sus agentes, estén en condiciones de abrirse a la reconciliación sin más. ¿Porqué habríamos de hacerlo? ¿Reconciliarnos con quién? ¿Estábamos conciliados antes, que ahora nos podemos re-conciliar?

Creo que no. Jamás me voy a reconciliar con los asesinos, pues en virtud del propio Estado de derecho democrático, alcanzado gracias el sacrificio generoso de generaciones de luchadores sociales, ellos merecen el castigo que establezcan nuestras leyes, para que las nuevas generaciones estén prevenidas de que tomar recursos humanos, financieros y de infraestructura del Estado para maltratar a sus propios ciudadanos simplemente no se puede cometer, porque si lo haces, vas a la cárcel. No es ánimo de venganza, es aplicación simple, transparente, tranquila, de justicia. Y no es, nuevamente, un mensaje referido al pasado, sino que es una medida que asegura el futuro del propio país.

No, la reconcialiación no es posible con los asesinos, sino sólo con y hacia las instituciones sociales que abandonaron, traicionaron su misión, y cuyo normal funcionamiento requerimos para tener un mínimo de certeza social de que podemos convivir con confianza en sociedad. Yo me puedo reconciliar con los Tribunales de Justicia, con el Colegio Médico, con las Fuerzas Armadas y de Orden, con los Medios de Comunicación que desinformaron, en fin, con la Nación chilena, sólo si veo que estas instituciones permanentes toman medidas concretas para facilitar que la Justicia opere, para que quienes hayan abusado de su condición de miembros de tales instituciones sean investigados, con debido proceso, y sean castigados por las penas que nuestros cuerpos normativos establezcan. Todos ellos y ellas deben ser castigados sin excepción.

Al mismo tiempo, si observo que la Nación chilena, esto es, el conjunto de instituciones y órganos que la componen, reparan el daño causado, e incorporan a su funcionamiento regular la memoria de lo sucedido, y crean instancias de control social permanente para que conductas de esta naturaleza no se vuelvan a repetir.

Cuando ello ocurra, podré estar reconciliado con Chile: Fuerzas Armadas y de Orden democráticas, así como todas las instituciones sociales del país al servicio del pueblo de Chile bajo el marco regulatorio de los derechos humanos. De lo que se trata, entonces, es de refundar a Nación sobre bases nuevas.

Creo que todo esto es posible, y por ello, por el bien del país, y en defensa de la Humanidad, pido y seguiré pidiendo ad infinitum, Juicio y Castigo. Nada más, pero tampoco nada menos.

Un abrazo,
Manuel Guerrero Antequera.
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Viaje en silla de ruedas

Las voces resonaban altas y distantes alcanzando ecos sucesivos que se perdían en prolongados silencios.

En el esfuerzo de oír, lo que se escuchaban eran los latidos propios, de adentro hacia afuera, de los sinuosos caminos del alma, del dolor, la incertidumbre. Cada fibra de mi ser marcaba el tiempo ausente, la pregunta lacerante. Era la espera desesperada que se des­usaba sorda y traicionera para, en un recodo del devenir, atraparme, succionándome para siempre.

Manos bruscas me alzaron en vilo y rudamente me hicieron sentarme en una tosca silla que rechinó al soportar mi peso.

Sacudí la cabeza para intentar escaparme de la frazada que hacía las veces de capuchón o escafandra y aislaba mi rostro y ojos del mundo. Fue imposible que cayera, la afirmaban ásperamente.

Una sensación de soledad empezó nuevamente a posesionarse de mí. Era como si los cimientos de mi exis­tencia se extraviaran en los espacios limitados por donde empezó a avanzar la silla. Perdí contacto con la tierra, con la fuerza que imana de nuestros cuerpos hacia ella. Flotaba en una atmósfera extraña, ajena, enrare­cida, donde nada tenía perfiles, sentido, lógica. Era una orfandad de todo. En ese camino se resumían, magnificaban, estrellaban, despedazaban, renacían, agoniza­ban, resurgían todas mis ilusiones, sensaciones, vibraciones.

(He quedado suspendido, sí en el aire, o si quie­res en la nada, siento que una vena cardinal, el esqueleto, las ramificaciones de mi sistema nervioso y sensorial son disecadas y con cuchillo de acerado filo son cortadas, provocándome la efusión de dolores, an­gustias, padecimiento, dejándome inerte en la impoten­cia, en la revisión de lo que he vivido, he sido, creído.

Cómo estar lúcido y ponderado cuando es la vida la que se escapa como arena entre los dedos y el dolor no es una abstracción sino lacerante realidad.

Estoy confundido, atacado por el garrote y los pensamientos contradictorios. Debo resistir, tengo un compromiso con tantos que creen en el valor y la consecuencia. A esta hora Claudio debe estar esperándome, tiene que haberse extrañado cuando no llegué a la hora, al correr del tiempo seguro que se ha inquietado).

- No se lo lleven - se oyó la voz de una mujer desesperada.

Sus sollozos traspasaron la oscuridad y la mortaja para penetrar en mi ser, transitar por mi do­liente cuerpo cuando, aunque fuese momentáneamente, mi pesar y un efluvio de calor, de satisfacción humana, de solidaridad enmudecida me llenó de esperanzas.

En la profundidad de ese hoyo, oculto por falsos nombres, subterfugios represivos, y la omnipotencia del poder, penetró un simple y modesto rayo de luz.

Junto a mi Iágrima había otra lágrima. Al lado de mi desesperación había otra angustia. Mi dolor llegaba a otros cuerpos.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Era una pesadilla, realidad, una manifestación de humanidad entre tanta inhumanidad?

Quizás fuera una nueva trampa destinada a atraparme, tendida para llevar al despeñadero mi confusa resistencia.

Me negué a creerlo. Debía haber incluso entre los malvados, o entre sus sirvientes una persona, un verdadero ser humano. Parecía ser la misma voz de una de las enfermeras que me atendieron solícitamente.

El rechinar de las ruedas me hizo volver a la dramática situación.

Volví a penetrar en la boca del túnel. ¿Hacia dónde iríamos, qué vendría a continuación?
En el escenario de mis recuerdos aparecieron mis seres más queridos. Sufría por ellos. Su rememoración me alegraba y entristecía. Era seguro que ellos pade­cían por mí. Pensé en mi compañera y en mi hijo, que con sus ojos de luna buscaría a su padre en las penumbras de la noche.

Por ellos valía la pena vivir y luchar, resistir y no dejarse avasallar. También por mis camaradas. Por los que estaban y los ausentes. Luchábamos por hacer de la existencia una realización y no un tormento.

¿Y cómo era posible, que teniéndolos a todos ellos podía sentirme, aunque fuera transitoriamente, tan solo? Me avergoncé de mí.

Evoqué, otra vez, las banderas al viento, la fra­ternidad de los humildes que un día nos abrieron su casa para guarecernos, la emoción de la victoria y las esperanzas de la construcción de una nueva vida.

Eso éramos. No podrían destruirnos y destruirme.

Pero todo eso era muy lírico y romántico. La rea­lidad era más cruda y descarnada. No quería delatar y tampoco quería morir.

Antes, cuando hablábamos de la posibilidad de ser detenidos y torturados, esto lo percibíamos como una circunstancia muy distante, era una sombra que quería envolvernos en lo desconocido y que eludíamos rutina­riamente.

(De la abstracción a la realidad hay un trecho desconocido, erizado de sorpresas que brotan de la na­da. De lo único que uno está seguro es de adonde uno pisa en ese instante. Qué pasará al segundo siguiente es un misterio, que solo el transcurrir develará. La insegu­ridad y el pánico a lo desconocido es la compañía que se adhiere al alma, cubriéndola de confusos sentimien­tos, de interrogantes y pavores.

Cada hombre requiere tener metas, perspectivas, seguridades mínimas. Al cortarse ese elemento de sustentación vagamos a la deriva, expuestos a los avatares de lo ignorado).

Como manto protector me cubrí nuevamente en el recuerdo......

En Bulnes, en invierno, la lluvia caía inmisericorde, sin interrupción, formando lodazales que sólo las carretas tiradas por bueyes podían superar. Oscurecía temprano y los callejones eran escasamente alumbrados por la mortecina luz de uno que otro farol. Las noches eran negras y solitarias. Los campesinos se recogían temprano a sus moradas.

Transitando por esas calles, saltando charcos, empapados de agua invernal, iluminando el camino con un chonchón, caminaba de la mano de mi hermana Libertad, que con su edad adolescente desa­fiaba las inclemencias del tiempo y de la represión para distribuir casa por casa el diario "El Siglo" que llegaba de tarde en tarde a nuestra región campesina. Para espantar el susto y la soledad, Libertad me hablaba de múltiples cosas, canturreaba con su bella voz diversas canciones, reía de mis tropezones. Ella me llevaba, más que por la ayuda que le pudiera prestar, ya que más bien por mis cortos años debía protegerme, só­lo para sentirse acompañada. Penetrábamos en casas im­pregnadas de olor a humo, a azúcar quemada y mate que los campesinos consumían para combatir el hambre y el frío. Era una alegría inmensa cuando recibían el dia­rio, sus mudos rostros se iluminaban y nos agasajaban con sus escasos medios por ser portadores de la espe­ranza. Nuestra felicidad se colmaba cuando regresába­mos al hogar, que, por duros trances que pasara, siempre tenía, muchas veces por ingenio de mi madre, una tasa de té y pan amasado.

(La casona del viejo Bulnes, con sus paredes de adobe y su patio majestuoso en el centro del cual se encontraba el más maravilloso e imponente naranjo que he visto en mi vida, siempre ha sido un remanso, una parada de frescura en mis congojas. Algún día volveré a ella, y a pesar de que no quede huella de su estructura, estoy seguro de que la hallaré por el viejo naranjo y por el espacio que ocupa en mi memoria).

Entremezcladas con las voces de los campesinos de Bulnes que hablaban del titular de "El Siglo", llega­ban a mí otras voces. La de mi padre, que en su pere­grinar de escritor hacedor y vendedor de libros ha re­corrido Chile entero, llevando siempre consigo a uno de sus hijos. Por él conocimos el Partido, su historia y lucha; transmitió sensibilidad para conmovernos ante la injusticia y sobrecogernos ante la belleza. Un arco iris sureño nacido por arte de magia en esas tardes profundas, en que la tierra expele todos sus aromas, bastaba para que descendiéramos de un tren y nos quedáramos absortos mirándolo, debiendo resolver después, como fuera posible, la continuación del viaje.

Infinitas veces lo acompañé es sus coloquios con los campesinos, que a pesar de su habitual mutismo, abrían su corazón y pensamiento a este amado padre nuestro, escritor de sus pesares, luchas y sueños.

Un lazo de fuego me unía a ellos, y su flama ilu­minaba mi oscuridad. Era una cadena única y total de relación entre el Partido, mi hogar, mi esencia humana.

La silla giró bruscamente. Volví a sentir las ruedas que trepidaban en las baldosas. A mi alrededor se escuchaban retazos de palabras, trajín cotidiano.

Yo pensaba en las miradas de los curiosos con que tropezábamos. Les llamaría la atención ese bulto bajo vigilancia, o eso sería habitual en el tránsito de la muerte que circulaba por esos pasadizos del terror.

-"No se lo lleven, no se lo lleven"- seguía oyen­do, aunque eso debía haber sido hace rato, la voz de la mujer, que quizás venciendo el miedo dio paso a un oculto sentimiento de piedad y solidaridad.

La desesperanza desapareció momentáneamente y no sé porqué me sentí útil y valeroso. Ya no me sentía totalmente perdido, desaparecido. El recorrido llegó a su fin. Fui levantado como un paquete y arrojado a un vehículo, que partió rápidamente.

- Ya, Pedro González, continuamos el viaje.

Aunque no sabía hacia dónde, me sentí acompañado.

Manuel Guerrero Ceballos, 1976.
[Sigue leyendo Visión de Santiago]

14 marzo 2006

MI PADRE: La solidaridad nace donde menos se espera

¿Puede haber algo más siniestro que la medicina puesta al servicio del horror? Profesionales de la salud que juraron defender y proteger la vida actuando para la eliminación del otro. Eso ocurrió en Chile, bajo el amparo que otorgaba el poder total. Y no solo médicos aislados participando de la tortura, sino instalaciones, recursos, conocimientos puestos al servicio de la muerte. Por ello, la institución médica tiene una deuda con el país, en cuanto a fortalecer los principios de la profesión en la defensa y promoción de los derechos humanos, concretamente en el cuidado del otro. Esta historia oscura forma también parte, por tanto, de lo que las nuevas generaciones de médicos han de conocer para distanciarse por siempre de tales prácticas. Y, como mínimo, aquellas personas que tuvieron parte en este tipo de hechos, debieran ser identificados y separados de sus funciones de por vida, pues no queremos que nuestros hijos sean tratados por aquellas manos.

No obstante, donde hay poder hay resistencia, y el siguiente relato de papá muestra la valentía y calidad humana de enfermeras y paramédicos que desafiando anónimamente al terror arriesgaron su seguridad para entregar un mínimo bienestar a un desconocido peligroso que lo requería con urgencia. Mi agradecimiento infinito a aquellas personas, que con su actuar profundamente digno, hacen que la esperanza vuelva a tomar vida y se proyecte hacia mundos y tiempos mejores.

Saludos cariñosos,
Manuel Guerrero Antequera.
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La solidaridad nace donde menos se espera

Me quedé en el limbo, suspendido de leves ligaduras. Deseaba recordar, pensar en cosas agradables, pero la memoria estaba bloqueada por una conjunción de dolores, dudas, luces rojas y grisáceas, millares de puntos y figuras que se acercaban y alejaban hasta ha­cerme parecer un diminuto punto en un horizonte desér­tico y desolado. Ese punto se acercaba peligrosamente, amenazándome con triturarme y cuando ya esperaba ese apretón homicida, se alejaba hasta el más allá.

Así estuve no sé cuanto tiempo, mirando sin ver, pensando sin pensar, aletargado e insomne. Qué hora sería, qué ha­bía afuera, por que un afuera tenía que existir, no podía ser el mundo nada más que ese cuarto aséptico de mi vida.

Tenía sed, calor, frío, deseos de aullar. Pero nada pasaba, todo seguía igual, nada dependía de mí en ese instante modificar.

(Cuánto no daría por estar en un lugar seguro, tranquilo, amodorrado o eufórico, solo o acompañado, pero seguro, donde dependiera de mí ejercer modifica­ción de lo que haré las próximas horas y días; qué de­seos de aspirar aire puro, limpio, fresco; de comer sin límites ni objetivos, comer porque deseo comer has­ta largarme al suelo cansado, extenuado, satisfecho de haber comido; qué darla por acariciar una mano, rozar una cabellera, besar unos labios tibios, recíprocos, íntimos; qué deseos, mierda, de vivir, vivir nada más que vivir).

Los labios están resecos, quiero agua, beber. Siento el paladar áspero, agrietado, pero al menos puedo mover la lengua. Ja, ja, ja, eso sí que no me pueden di­rigir, la lengua, mi lengua la manejo yo, al igual que mis pensamientos.

Siento la cercanía humana, como respuesta me recojo, me preparo para lo que pueda venir. Con inusitada delicadeza me levantan levemente y me acercan a la bo­ca un líquido dulzón. Apreto las mandíbulas, porsiaca.

- Es agua, no le hará nada, le servirá, beba, no se preocupe.

Era una voz femenina, me sonó quizás por qué ca­pricho, distinta. Tomé agua con fruición hasta hartar­me.

- Ya déjese de ternuras, ¡esta huevá no es pololeo!

Precipitadamente me soltaron la cabeza. Eran los conocidos de siempre que volvían a su faena.
La muchacha, vestida de blanco, por lo que logré apreciar, se retiró rápidamente.

La risa idiotizada de los guardianes estaba sobre mí.

- Luego va a venir a verte el doctor, te han atendido como no te merecí, como un regalón. Mejor para tí y nosotros. Tenemos que trabajar, tú sabí, el trabajo es el trabajo.

Al rato apareció un individuo que oficiaba de mé­dico, no habló nada, me examinó y se fue. Al pasar ví que tenía una insignia como la de los pacos con las dos carabinas atravesadas.

De inmediato me puse a divagar, qué significaba eso, sería el servicio de inteligencia de carabineros el que me tenía, ese sería qué recinto hospitalario. Prestaría atención a ese hecho.
Tenía los brazos inyectados por suero y a cada momento me ponían otras inyecciones. Veía caer pesadamente el suero y con los párpados entrecerrados observaba la gota formarse, soltarse, caer y escurrirse bajo mi piel. Estuve largo rato mirando esa operación. Me que­daba traspuesto, despertaba y seguía cayendo interminable el suero. ¡Qué importa cuánto demora en caer el suero!, nada me espera, estúpidamente pensé y me reí.

Cuando lograba sonreír trataba de atrapar ese hu­mor para que me acompañara un rato, pero la hilaridad duraba poco; si hubiera estado acompañado, aunque no lo deseaba, sería a lo mejor distinto.

La mole cayó como roca sobre mí, me cubrió, sofo­có, bloqueó, desesperó. Con brutalidad las agujas del suero fueron arrancadas. Me revolví, traté de protegerme, abrir los ojos. Uno de los sujetos se había lanzado sobre mí y tiró la manguera del suero. Al instante se puso a gritar, entre irónico e iracundo:

-¡Querí matarte, así que querí suicidarte, cobarde concha de tu madre! ¡Querí irte cortado, escaparte de nosotros, maricón!

- Vengan, vengan, que este huevón quiere matarse.

Atropelladamente aparecieron otros gendarmes que armaron gran batahola, gritaban, se autoexitaban, me injuriaban, golpeaban, alardeaban.

(Esta es una pesadilla ¡una locura total: En qué mundo estamos. ¿Qué pasó aquí? ¡Dónde está la cordura, la realidad! Tengo que escapar, zafarme de este tormento, si voy a morir, bien, muero, pero basta, basta, basta de esta pesadilla brutal).

Corriendo llegó quién dijo ser un médico, que me retó y me habló de que si no quería vivir era asunto mio; pero que su "deber" era salvarme, que "después" podía hacer lo quisiera con mi vida.

Me dieron ganas de decirle: si concha de tu madre cancerbrero hijo de puta, maricón entre los maricones.

Esa noche fue infernal, tenía pesadillas, sueños atroces, despertaba y no sabía cuál era el umbral entre la realidad y la ficción.

(Iba caminando por una calle conversando alegremente con un compañero. De pronto sentimos ruido de motores y se nos vienen encima varios sujetos que nos golpean, y arrastran hacia sus vehículos. Comenzó una carrera desenfrenada, alternada con gritos esquizofréni­cos de los ocupantes de los coches, giran velozmente las esquinas, ríen estúpidamente, juegan a los choques como los pequeños dentro de los parques de entretenciones. Se introducen por caminos desérticos y abandonados que nacen de avenidas llenas de movimiento, doblan frente a una fuente gigante de metal que automáticame se abre, nos bajan a tirones, patean, escupen, vomitan sobre nuestros cuerpos que pasan por una especie de callejón sin fin que al terminar desemboca en un saIón blanco y amplio que huele a hospital, farmacia, cementerio.

En un pupitre muy alto hay un hombre de grandes dimensiones que nos observa despectivamente hacia abajo como pequeños insectos a los cuales su manaza aplastará: “Se han vuelto a meter en líos, ustedes se lo han ganado, de aquí se van a la isla Decepción en el sur, donde podrán hacer proselitismo con las focas, ja, ja, ja, con las focas, me salió bueno el chiste, ¿no les parece?, bueno llévenselos y antes de dejarlos allá vuelvan a pegarles para que tengan motivo para tomarse vacaciones, o si no, les va a salir gratis el descanso. Bueno, andando se ha dicho, de aquí a una barcaza y de la barcaza a la isla, tienen suerte, siempre quise conocer el extremo sur y nunca pude, si hubiera sabido que siendo comunista a uno le pagan el viaje bien me hacia comunista por ese minuto”, dijo el juez-instructor- matón-mayor-torturador, lanzando nuevos ja, ja, ja.

Salimos ya haciéndonos la idea de la vida en Decepción cuando nos interceptan otros hombres: “¿Para dónde van, éste nos pertenece, seguridad del Estado, vamos Pelluco quedamos con la bala más pesa’ que tú mismo”. Cruzamos la puerta y había un corral como el de las vacas y se divisaban siluetas silenciosas, que giraban sin objetivos, “pero antes de ir a ocupar tu lugar ven Pelluco, sácate la ropa, Picasso ven acá, te llegó pega, bueno, con estos brochazos blancos democratizamos el sistema, son todos iguales, qué más comunismo quieren”. La pintura me cubre, me borra el color del pelo, elimina las facciones, “empecemos por la cabeza, listo, ya es ‘propiedad social’, ahora el cuerpo, métele pintura, bórrale el cuello, el ombligo y también el pico, total para qué lo quiere si no lo va a poder usar, quedan lindos, mononos, así todos de blanco; ésto si es democracia, con un brochazo desaparecen las diferencias sociales”.

Observo horrorizado como la pintura ya elimina mis zapatos y pareciera que se me va metiendo en la sangre, en la cabeza, en el mismo alma: "No, no quiero ser una silueta más, un fantasma inanimado, un muerto en vida, quiero ser yo con mi nombre, mis rasgos, mis grandezas y mis pelotudeces, pero yo. No, no quiero, no, ¡no! ).

Desperté desesperado, me miré las manos y el cuerpo, el sudor me bañaba.

Hasta que aclaró. Ver la luz me alivió. Venía un nuevo día. Para qué imaginar cómo sería.
Me sentía sucio, incómodo, deshecho. Qué ganas de bañarme, cambiarme la ropa, acostarme en una cama sin ese hule que me quemaba el espinazo y que tuviera sábanas limpias.

Más tarde vinieron unas muchachas que me tomaron la temperatura, la presión y me dieron unos remediosen silencio. Estaban demudadas, entre angustiadas y temerosas.

Al verlas así, dije:

- Me gustaría lavarme, me siento sucio y hediondo.

Se miraron y salieron como llegaron, silenciosa­mente. Al rato volvieron con una mujer de más edad que parecía jefa, vestida de enfermera. Me observó atentamente, me tomó los brazos y examinó sin preguntar nada, hasta que exclamó:

- A un enfermo no se le puede tener así, báñenlo y afeítenlo.

Acumulando audacia pedí:

- Podría darme pasta para enjuagarme la boca, la siento apestada.

Me obsequió una confusa mirada.

Al rato regresaron las muchachas con un gran lavatorio, jabón y toalla. Me desnudaron.
Quedaron estupefactas al verme el cuerpo. Una intentó llorar pero se reprimió. Con religiosa paciencia y delicadeza me fue­ron jabonando y lavando todo el cuerpo, incluyendo los genitales. Al terminar me secaron y me pusieron un bluzón verde, típico de enfermo hospitalario.

Estuve tentado de hablarles francamente, pero la vigilancia de los perros no lo permitió, además que tuve que soportar sus risas y gestos estúpidos.

Quedé como nuevo hasta donde podía quedar como nuevo. Sobre todo, estaba contento de hallar un poco de humanidad.

Para completar mi regocijo, al rato las muchachas volvieron con un tubo de pasta de dientes, un cepillo nuevo y un paquete de galletas. Lo único que susurra­ron fue: - Es un obsequio de todo corazón.

Durante varios días, seis o siete, estuve en ese lugar. Fui golpeado, mi estado se agravaba y me recuperaban. Los equipos de interrogatorio eran los mismos antes descritos. Los guardias cumplían horarios burocráticos y se relevaban cada 8 horas.

La rutina, por llamarla de algún modo, era simi­lar: fui torturado muchas veces, en especial después de una cita ficticia que dije tener, al regreso de la cual me sacaron, como se dice en buen chileno, cresta y media.

Los guardias, en general, eran tipos incultos, os­tentosos, que decían comunicarse con una tal "oficina"; contaban de sus fechorías para agigantar su imagen. Así tuve que escuchar bajo la mayor repulsión, cómo uno de los matones se ufanaba de haber participado personal­mente en la detención y secuestro de José Weibel.

Otro narró cómo a unos vecinos que eran de la Unidad Popular les hizo pagar caro su condición de comunistas, y le habían detenido al hijo, después a un herma­no y al propio padre. Esto en especial venganza porque la compañera era presidenta de la JAP de su barrio, durante el Gobierno del Presidente Allende.

Con todo, yo me iba sintiendo mejor, no bien, pe­ro más recuperado. La angustia no se detenía ni un so­lo momento. Sabía que esto era un compás de espera de momentos más graves y terribles aún. Lo único que me hacía estar tranquilo era que el objetivo primero que me había puesto, de ganar tiempo lo estaba alcanzando.

Manuel Guerrero Ceballos, 1976.
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12 marzo 2006

POR MI PADRE: Celebro en silencio


Un nuevo rito de la democracia se ha consumado en Chile y esperanzas nuevas se abren a la vida del día a día de tantos y tantas. No es el proyecto de papá, o tal vez sí, no hay como saberlo.

Probablemente los énfasis que pondría él son distintos, acentuaría la organización y participación real de las mayorías, de eso estoy seguro. Un país no puede ser gobernado desde un segundo piso, por muy capaces que sean los técnicos de La Moneda. Un país se construye desde la invención y la herencia de los anhelos compartidos, pero también desde la profundidad de las luchas dadas durante ya dos siglos.

Tampoco se construye un país desde el Cementerio, claro está, por ello el rescate de los nuestros que no estando están, no es el canto al dolor, la oda al sepulcro, la identidad de la víctima. Es un abrazo de amor a la humanidad contenida en cada uno de nuestros ejecutados y desaparecidos, a la fuerza vital que los impulsó a organizarse, resistir, y batallar por la vida, por lo justo, por lo bello. Es el traer al presente lo que en ellos hay de resolución a dar lo mejor de sí por los suyos, por los pobres; ejemplos no idealizados de gente joven, generosa, decidida.

Lo que a ellos ocurrió no nos ha dejado de pasar. En otro tiempo y espacio vivimos la misma necesidad urgente de pujar por la felicidad auténtica, no la del consumo egoísta que basa su satisfacción en la explotación y cansancio del otro, que no tiene derecho ni a sentarse tanto tiene que vender o producir!; tenemos una comunión cósmica con los de ayer y los de mañana que no nos conformamos con lo que hay, porque el ser humano es capaz de mucho más, y porque todos nos merecemos comer de la torta, pasear por playa, investigar en el laboratorio, ir a un buen concierto, desarrollar nuestras capacidades de acuerdo al potencial de toda la humanidad.

Por ello sí celebro en silencio este nuevo rito que hoy se llama Michelle. No porque sea la conquista definitiva que haga justicia al sacrificio de papá y de tantos. No habrá nada ni nadie que pueda ofrecerme una equivalencia al maravilloso mundo ido en esas vidas. Ustedes que con paciencia y amabilidad han leído estos escritos sabrán ya apreciar lo que fue intentado ser cercenado: no un cuerpo, un cuello, un pecho, unas manos; sino un vasto mundo de humanidad, una historia, un proyecto social, colectivo, de raíces campesinas y urbanas, justicieras.

No, no celebro en silencio porque hayamos llegado a puerto. Falta mucho para ello, en tanto la forma de convivencia, el modo de vida que seguimos reproduciendo sigue siendo el de la explotación del hombre y la mujer por el hombre y la mujer. Falta no solo más, pues no es un problema puramente cuantitativo, de focalizar mejor, de distribuir más equitativamente.

Celebro porque seguimos estando, porque fracasaron, desde los dientes apretados de nuestros padres en el límite de lo humano y lo animal, fracasaron en su exterminio, y aún tenemos el vasto porvernir abierto para lamer nuestras heridas, ponerlas al sol, apoyarnos en el amor, convicciones, compromiso, constancia y consecuencia de los nuestros, y avanzar cada vez más al encuentro de los demás, de los diferentes, de los que nos complementan, de los que nos hacen falta, porque somos un mundo, una humanidad, una existencia, un oceáno de gotas singulares articuladas en marejadas enérgicas que se llama pueblo.

Abracé a Michelle, como lo haría con Tomás, y aún con Sebastián o Joaquín, pues la dignidad de mi padre y de nuestra propia lucha siento que nos da suficiente piso para mirar a los ojos a cualquiera para hacerle presente que aquí estamos y seguiremos. Pero mejor con Michelle, pues ella estuvo ahí, conoció este lado de la medalla, sabe que sabemos, en su piel está la memoria, eso no se borra. La tomé de las manos y la saludé a nombre de mi padre, de mi madre, de mi hermana América, de mis hijas y compañera. Estreché fuerte sus dedos, pues los míos son delicados pero vigorosos por la guitarra que toco desde enano, gracias a Victor y a Zitarrosa. Lo percibió y me miró directamente por medio minuto, en medio del tráfago de fotos, gente, mucha gente.

Tengo esperanza, le dije, en lo que puedas hacer. Tú sabes que nosotros no pararemos. Cuenta con nosotros. Gracias, me dijo tocada, en la emotividad que debe ser ver al adulto en quien ayer era un niño al que atendía como médico. Haré honestamente todo lo que esté en mi alcancé hacer, puntualizó.

Haz Michelle, lo que esté honestamente en tu alcance hacer, pero hazlo. Porque ten la seguridad que nosotros continuaremos haciendo, pues es nuestro modo de vivir la vida, luchar y amar, amar luchando. Y pasaremos por encima de quien quiera detener a la justicia, o más bien, la justicia pasará por encima de todo quien la quiera seguir postergando, adornando, embaucando, por lo que puede pasar incluso por encima nuestro, si erramos el enfoque. Lenta, paciente, pero constante, como mi padre, la justicia llegará.

Las grandes Alamedas no se abren por decreto, las abre el pueblo, que a nadie se le olvide.
Cuando eso ocurra, ya no celebraré en silencio.

Manuel Guerrero Antequera, Santiago, 11 de marzo 2006.
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Conociendo al hombre

Lo que tú tienes de vida
lo llevo yo en esta
hirsuta ruta
de lucha inacabada.

Fue un día como hoy
cuando en mi barrio proletario
tras pasar las pruebas impuestas
por mi padre me decidí por esta vida.

He conocido del silencio sabio
del campesino de mi tierra,
de la rebeldía del forjador de fragua
y futuro
de la sapiencia del cientifico comprometido
de la emoción cristalina del artista
de mi pueblo.

Crucé en estos días fecundos
caminos variados
preñados de sorpresas
quiebres sociales y hendiduras
en mi pecho incompleto.
Tuve alegrías pletóricas
dolores inconmensurables
fatigas distantes
padecimientos presentes.
Saborié la aurora boreal
de la victoria
padecí la impotencia
de la derrota.
Transcurrí por las calles del silencio clandestino
puntual a las nueve
en Vicuña Mackenna con Ñuble
¿cómo está el día?
nublado, ya saldrá el sol
muy bien, caminemos.

Siento la ausencia
de los ausentes
la lejanía
de los lejanos.
Me apretan aún
las tenazas del magneto
que exige claudicación
complicidad delación.

(No, no puedo
aquí estoy
he sido
soy
me duelen sus golpes
lloro sin vergüenza
por dolor,
pero no te preocupes camarada
espérame tranquilo
Ignacio no llega
no llegará, resiste por ti
por él).

Con saliva escasa,
hedionda de hedor,
encierro, rumiar,
construyo para ti
un corazón de pan
y con jabón lavanda
encontrado en un oscuro rincón
pongo tus iniciales
mis palabras de amor.

Canto por ti, por todos
por los de ayer, por los que afuera están
levantando esperanzas
construyendo mañanas
despejando horizontes.

(Espérame, no te marches
saldré de aquí, viviré
para besarte, encontrar a mi hijo,
saber qué fue ese ser
engendrado entre angustia y amor
canto de vida, calor
humana humanidad).

Ya estoy de nuevo
entre vosotros
martillando con mis manos laceradas,
alzadas para no fenecer
sino vivir
simplemente vivir,
con tu sabor,
mi amor,
el amor por todos y
la lucha,
el canto,
la lucha
no se detiene,
porque estamos vivos
queremos felicidad,
trabajar, crear, amar
hacer todo lo que nuestro
proyecto humano nos permite
humanamente hacer.

Arribo al encuentro
después de la soledad, el infierno, la desesperación
mierda de prisión,
acerco mi existencia al hombre
como integridad
al mundo ancho de los humildes
del mundo.

Como dice la broma en el exilio
viajo, veo televisión en colores y me divorcio
ésta es vida
que no se apaga,
agoniza, pero no muere.

Sigo caminando
luchando
aspirando
construyendo
añorando
buscando
el centro de mi centro
la pepa en el cuesco
la felicidad en la lucha.

Tú dabas los primeros pasos
por la vida
cuando yo
caminaba titubeante por
los caminos de la vida
buscando al hombre,
conociendo al hombre,
bregando por el hombre,
por ti,
por mí,
por todos.

Manuel Guerrero Ceballos, Budapest, septiembre 1982.