15 marzo 2006

MI PADRE: Viaje en silla de ruedas


¿Cómo vive un detenido desaparecido? ¿Es dable hablar en estos términos de aquel "estado, que es peor que la muerte", como le llamaba mi padre? Los escritos que ustedes tienen ante los ojos son una especie de diario de vida, o más bien bitácora de la muerte en vida de un sobreviviente, temporal, de la realidad de los detenidos desaparecidos en 1976 en Chile. Pues mientras papá era trasladado del cuartel "La Firma", en la céntrica calle Dieciocho, al Hospital de Carabineros y de ahí a otros centros de reclusión, nosotros lo buscábamos frenéticamente día y noche sin que ninguna autoridad reconociera su calidad de detenido.

Este año 2006 se cumplen 30 años de aquella operación rastrillo que llevó adelante la DINA y el Comando Conjunto para acabar con la esctructura organizacional del Partido y las Juventudes Comunistas de Chile, con un saldo enorme de muertos y detenidos desaparecidos. Nosotros, los hijos e hijas, que para tal entonces teníamos con suerte entre seis a diez años de edad, hoy somos mayores que nuestros propios padres. En efecto, yo estoy por cumplir 36 años, mientras que papá tenía apenas 27 años cuando lo secuestraron en 1976. Y en marzo 1985, cuando finalmente fue ejecutado, él tenía 36 años de edad. ¿Surrealista, no? He alcanzado la edad de papá, y aún lo observo con "ojos de luna" de niño, como él solía decir, con un eterno ¿porqué? ¿dónde? ¿quiénes? ¿cuándo? ¿cómo?, permanente.

La prisión política, la tortura, la ejecución y la desaparición forzada de personas tienen efectos psicosociales y sociopolíticos que transcienden los tiempos breves de los cambios de gobierno. No hay que confundirse: que hoy operen, con mediana estabilidad y libertad, las instituciones públicas principales del país, no implica que las biografías de los sujetos sociales concretos, cuyos cuerpos y derechos fueron violentados por las mismas instituciones públicas del propio Estado a través de sus agentes, estén en condiciones de abrirse a la reconciliación sin más. ¿Porqué habríamos de hacerlo? ¿Reconciliarnos con quién? ¿Estábamos conciliados antes, que ahora nos podemos re-conciliar?

Creo que no. Jamás me voy a reconciliar con los asesinos, pues en virtud del propio Estado de derecho democrático, alcanzado gracias el sacrificio generoso de generaciones de luchadores sociales, ellos merecen el castigo que establezcan nuestras leyes, para que las nuevas generaciones estén prevenidas de que tomar recursos humanos, financieros y de infraestructura del Estado para maltratar a sus propios ciudadanos simplemente no se puede cometer, porque si lo haces, vas a la cárcel. No es ánimo de venganza, es aplicación simple, transparente, tranquila, de justicia. Y no es, nuevamente, un mensaje referido al pasado, sino que es una medida que asegura el futuro del propio país.

No, la reconcialiación no es posible con los asesinos, sino sólo con y hacia las instituciones sociales que abandonaron, traicionaron su misión, y cuyo normal funcionamiento requerimos para tener un mínimo de certeza social de que podemos convivir con confianza en sociedad. Yo me puedo reconciliar con los Tribunales de Justicia, con el Colegio Médico, con las Fuerzas Armadas y de Orden, con los Medios de Comunicación que desinformaron, en fin, con la Nación chilena, sólo si veo que estas instituciones permanentes toman medidas concretas para facilitar que la Justicia opere, para que quienes hayan abusado de su condición de miembros de tales instituciones sean investigados, con debido proceso, y sean castigados por las penas que nuestros cuerpos normativos establezcan. Todos ellos y ellas deben ser castigados sin excepción.

Al mismo tiempo, si observo que la Nación chilena, esto es, el conjunto de instituciones y órganos que la componen, reparan el daño causado, e incorporan a su funcionamiento regular la memoria de lo sucedido, y crean instancias de control social permanente para que conductas de esta naturaleza no se vuelvan a repetir.

Cuando ello ocurra, podré estar reconciliado con Chile: Fuerzas Armadas y de Orden democráticas, así como todas las instituciones sociales del país al servicio del pueblo de Chile bajo el marco regulatorio de los derechos humanos. De lo que se trata, entonces, es de refundar a Nación sobre bases nuevas.

Creo que todo esto es posible, y por ello, por el bien del país, y en defensa de la Humanidad, pido y seguiré pidiendo ad infinitum, Juicio y Castigo. Nada más, pero tampoco nada menos.

Un abrazo,
Manuel Guerrero Antequera.
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Viaje en silla de ruedas

Las voces resonaban altas y distantes alcanzando ecos sucesivos que se perdían en prolongados silencios.

En el esfuerzo de oír, lo que se escuchaban eran los latidos propios, de adentro hacia afuera, de los sinuosos caminos del alma, del dolor, la incertidumbre. Cada fibra de mi ser marcaba el tiempo ausente, la pregunta lacerante. Era la espera desesperada que se des­usaba sorda y traicionera para, en un recodo del devenir, atraparme, succionándome para siempre.

Manos bruscas me alzaron en vilo y rudamente me hicieron sentarme en una tosca silla que rechinó al soportar mi peso.

Sacudí la cabeza para intentar escaparme de la frazada que hacía las veces de capuchón o escafandra y aislaba mi rostro y ojos del mundo. Fue imposible que cayera, la afirmaban ásperamente.

Una sensación de soledad empezó nuevamente a posesionarse de mí. Era como si los cimientos de mi exis­tencia se extraviaran en los espacios limitados por donde empezó a avanzar la silla. Perdí contacto con la tierra, con la fuerza que imana de nuestros cuerpos hacia ella. Flotaba en una atmósfera extraña, ajena, enrare­cida, donde nada tenía perfiles, sentido, lógica. Era una orfandad de todo. En ese camino se resumían, magnificaban, estrellaban, despedazaban, renacían, agoniza­ban, resurgían todas mis ilusiones, sensaciones, vibraciones.

(He quedado suspendido, sí en el aire, o si quie­res en la nada, siento que una vena cardinal, el esqueleto, las ramificaciones de mi sistema nervioso y sensorial son disecadas y con cuchillo de acerado filo son cortadas, provocándome la efusión de dolores, an­gustias, padecimiento, dejándome inerte en la impoten­cia, en la revisión de lo que he vivido, he sido, creído.

Cómo estar lúcido y ponderado cuando es la vida la que se escapa como arena entre los dedos y el dolor no es una abstracción sino lacerante realidad.

Estoy confundido, atacado por el garrote y los pensamientos contradictorios. Debo resistir, tengo un compromiso con tantos que creen en el valor y la consecuencia. A esta hora Claudio debe estar esperándome, tiene que haberse extrañado cuando no llegué a la hora, al correr del tiempo seguro que se ha inquietado).

- No se lo lleven - se oyó la voz de una mujer desesperada.

Sus sollozos traspasaron la oscuridad y la mortaja para penetrar en mi ser, transitar por mi do­liente cuerpo cuando, aunque fuese momentáneamente, mi pesar y un efluvio de calor, de satisfacción humana, de solidaridad enmudecida me llenó de esperanzas.

En la profundidad de ese hoyo, oculto por falsos nombres, subterfugios represivos, y la omnipotencia del poder, penetró un simple y modesto rayo de luz.

Junto a mi Iágrima había otra lágrima. Al lado de mi desesperación había otra angustia. Mi dolor llegaba a otros cuerpos.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Era una pesadilla, realidad, una manifestación de humanidad entre tanta inhumanidad?

Quizás fuera una nueva trampa destinada a atraparme, tendida para llevar al despeñadero mi confusa resistencia.

Me negué a creerlo. Debía haber incluso entre los malvados, o entre sus sirvientes una persona, un verdadero ser humano. Parecía ser la misma voz de una de las enfermeras que me atendieron solícitamente.

El rechinar de las ruedas me hizo volver a la dramática situación.

Volví a penetrar en la boca del túnel. ¿Hacia dónde iríamos, qué vendría a continuación?
En el escenario de mis recuerdos aparecieron mis seres más queridos. Sufría por ellos. Su rememoración me alegraba y entristecía. Era seguro que ellos pade­cían por mí. Pensé en mi compañera y en mi hijo, que con sus ojos de luna buscaría a su padre en las penumbras de la noche.

Por ellos valía la pena vivir y luchar, resistir y no dejarse avasallar. También por mis camaradas. Por los que estaban y los ausentes. Luchábamos por hacer de la existencia una realización y no un tormento.

¿Y cómo era posible, que teniéndolos a todos ellos podía sentirme, aunque fuera transitoriamente, tan solo? Me avergoncé de mí.

Evoqué, otra vez, las banderas al viento, la fra­ternidad de los humildes que un día nos abrieron su casa para guarecernos, la emoción de la victoria y las esperanzas de la construcción de una nueva vida.

Eso éramos. No podrían destruirnos y destruirme.

Pero todo eso era muy lírico y romántico. La rea­lidad era más cruda y descarnada. No quería delatar y tampoco quería morir.

Antes, cuando hablábamos de la posibilidad de ser detenidos y torturados, esto lo percibíamos como una circunstancia muy distante, era una sombra que quería envolvernos en lo desconocido y que eludíamos rutina­riamente.

(De la abstracción a la realidad hay un trecho desconocido, erizado de sorpresas que brotan de la na­da. De lo único que uno está seguro es de adonde uno pisa en ese instante. Qué pasará al segundo siguiente es un misterio, que solo el transcurrir develará. La insegu­ridad y el pánico a lo desconocido es la compañía que se adhiere al alma, cubriéndola de confusos sentimien­tos, de interrogantes y pavores.

Cada hombre requiere tener metas, perspectivas, seguridades mínimas. Al cortarse ese elemento de sustentación vagamos a la deriva, expuestos a los avatares de lo ignorado).

Como manto protector me cubrí nuevamente en el recuerdo......

En Bulnes, en invierno, la lluvia caía inmisericorde, sin interrupción, formando lodazales que sólo las carretas tiradas por bueyes podían superar. Oscurecía temprano y los callejones eran escasamente alumbrados por la mortecina luz de uno que otro farol. Las noches eran negras y solitarias. Los campesinos se recogían temprano a sus moradas.

Transitando por esas calles, saltando charcos, empapados de agua invernal, iluminando el camino con un chonchón, caminaba de la mano de mi hermana Libertad, que con su edad adolescente desa­fiaba las inclemencias del tiempo y de la represión para distribuir casa por casa el diario "El Siglo" que llegaba de tarde en tarde a nuestra región campesina. Para espantar el susto y la soledad, Libertad me hablaba de múltiples cosas, canturreaba con su bella voz diversas canciones, reía de mis tropezones. Ella me llevaba, más que por la ayuda que le pudiera prestar, ya que más bien por mis cortos años debía protegerme, só­lo para sentirse acompañada. Penetrábamos en casas im­pregnadas de olor a humo, a azúcar quemada y mate que los campesinos consumían para combatir el hambre y el frío. Era una alegría inmensa cuando recibían el dia­rio, sus mudos rostros se iluminaban y nos agasajaban con sus escasos medios por ser portadores de la espe­ranza. Nuestra felicidad se colmaba cuando regresába­mos al hogar, que, por duros trances que pasara, siempre tenía, muchas veces por ingenio de mi madre, una tasa de té y pan amasado.

(La casona del viejo Bulnes, con sus paredes de adobe y su patio majestuoso en el centro del cual se encontraba el más maravilloso e imponente naranjo que he visto en mi vida, siempre ha sido un remanso, una parada de frescura en mis congojas. Algún día volveré a ella, y a pesar de que no quede huella de su estructura, estoy seguro de que la hallaré por el viejo naranjo y por el espacio que ocupa en mi memoria).

Entremezcladas con las voces de los campesinos de Bulnes que hablaban del titular de "El Siglo", llega­ban a mí otras voces. La de mi padre, que en su pere­grinar de escritor hacedor y vendedor de libros ha re­corrido Chile entero, llevando siempre consigo a uno de sus hijos. Por él conocimos el Partido, su historia y lucha; transmitió sensibilidad para conmovernos ante la injusticia y sobrecogernos ante la belleza. Un arco iris sureño nacido por arte de magia en esas tardes profundas, en que la tierra expele todos sus aromas, bastaba para que descendiéramos de un tren y nos quedáramos absortos mirándolo, debiendo resolver después, como fuera posible, la continuación del viaje.

Infinitas veces lo acompañé es sus coloquios con los campesinos, que a pesar de su habitual mutismo, abrían su corazón y pensamiento a este amado padre nuestro, escritor de sus pesares, luchas y sueños.

Un lazo de fuego me unía a ellos, y su flama ilu­minaba mi oscuridad. Era una cadena única y total de relación entre el Partido, mi hogar, mi esencia humana.

La silla giró bruscamente. Volví a sentir las ruedas que trepidaban en las baldosas. A mi alrededor se escuchaban retazos de palabras, trajín cotidiano.

Yo pensaba en las miradas de los curiosos con que tropezábamos. Les llamaría la atención ese bulto bajo vigilancia, o eso sería habitual en el tránsito de la muerte que circulaba por esos pasadizos del terror.

-"No se lo lleven, no se lo lleven"- seguía oyen­do, aunque eso debía haber sido hace rato, la voz de la mujer, que quizás venciendo el miedo dio paso a un oculto sentimiento de piedad y solidaridad.

La desesperanza desapareció momentáneamente y no sé porqué me sentí útil y valeroso. Ya no me sentía totalmente perdido, desaparecido. El recorrido llegó a su fin. Fui levantado como un paquete y arrojado a un vehículo, que partió rápidamente.

- Ya, Pedro González, continuamos el viaje.

Aunque no sabía hacia dónde, me sentí acompañado.

Manuel Guerrero Ceballos, 1976.
[Sigue leyendo Visión de Santiago]

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por tus envios querido Manuel!

Anónimo dijo...

Querido Manuel, soy yo quien te da las gracia por permitirme ser parte de esta
lista, nos hemos acostumbrado a borrar de nuestras mentes todo aquello que nos
duele, Es como cuando no vemos las noticias de delincuencia , como si no versas
fuera que no existieran. estamos acostumbrados a vivir en nuestro pequeño mundo,
aun en Chile se puede hablar de ciertas cosas solo en privado con los mas
cercanos, y eso ha veces ni siquiera es posible por no herir al ser amado, el
miedo nos a paralizado a algunos. Es bueno saber que aunque duela estas
dispuesto a que no olvidemos a tu padre, que no sea una fecha mas en el
calendario.
Nuevamente mil gracias, un abrazo

Anónimo dijo...

Gracias Manuel por compartir este tesoro
tan tuyo, de tu familia,
pero tan nuestro si lo sentimos así
como yo lo hago
gracias una vez más

Anónimo dijo...

Estimado Manuel,
soy uno de los que escapamos jabonados en Arica en la misma epoca,pero Manuel Donoso
Y Ripoll no tuvieron la misma suerte,pero los llevamos en el alma ,como tu lo haces
con tu padre
Te saludamos en tu pena y tenemos el orgullo de ser parte de los que sufrimos
parecido a tu padre,con la gran diferencia entre la vida y la muerte,pero cuantas
veces nos creiamos muertos,.muchas,mas de las que creiamos soportar
Un abrazo fraterno y sigamos la senda de la lucha y la justicia,la justicia en los
terminos que tu expones

Anónimo dijo...

Si en algo ayuda, sigo casi a tu lado, unos pasitos más atrás, porque
resulta imposible alcanzarte !!
Un beso

Psicoaldo dijo...

Estimado Manuel:
Yo acabo de cumplir 37 y también miro a la gente de la generación de tu padre que fue víctima o bien dirigentes o luchadores sociales de esa epoca, como gente muy grande, sieto que los miro con la ternura del niño al cual le despiertan admiración, por su valentia y su amor inconmensurable por el otro que camina a su lado. Eso los hace sentirse y verse grandes.

Anónimo dijo...

-tengo 36 años
-una hija de 2 y 9 meses
-le escribo en un blog desde hace poco
-apenas imagino tu corazón
-te agradezco tanto la memoria y lo que tus palabras me traen
-creo en el sentido profundo de la existencia, más allá de todo, las palabras de tu padre, pero sobre todo por lo amorosamente recogidas por ti, me conmueven hasta el centro
-gracias por dejarme ver a tarvés de tus ojos