10 marzo 2006

MI PADRE: La compañía de mi madre


"La compañía de mi madre", es un texto escrito por papá que rememora un episodio de su infancia pobre. Según me contaba, era en este tipo de recuerdos que se refugiaba y buscaba fuerzas para resistir las sesiones de tortura a las que fue sometido en 1976. Una experiencia semejante le debe haber ocurrido entre el 29 y el 30 marzo de 1985, cuando estuvo secuestrado por agentes la Dirección de Informaciones de Carabineros de Chile, en el local de calle Dieciocho 229, en Santiago de Chile, que era apodado "La Firma". Para probablemente fuerte sorpresa de mi papá, se trata del mismo lugar donde lo llevaron en junio de 1976, repitiéndose varios de las mismos agentes en ambas ocasiones, algunos de las cuales cumplen condena hoy en la cárcel de Punta Peuco. Muchos de los autores intelectuales y materiales de ambas operaciones, sin embargo, aún continuan libres.

Más alla de ello, quisiera invitarlos a leer este recuerdo, pues refleja el intenso amor que tenía mi padre hacia su familia y su origen, particularmente hacia mi abuela, Herminda Ceballos, que mantenía a su prole a partir del trabajo diario de costurería. Mi abuelo, Manuel Guerrero Rodríguez, pasaba largas semanas fuera del hogar, junto a Máximo, el hermano mayor de mi padre, pues era escritor popular, que autoeditaba sus libros de realismo social, y debía salirlos a vender por sus propias manos. Cuando mi padre fue un poco mayor, tambien le tocó recorrer de pequeño Chile, vendiendo los libros de mi abuelo.

Saludos cariñosos a todos ustedes, y gracias por permitir invadir durante estos días vuestro espacio, y por continuar atravesando conmigo esta parte de la historia de mi vida, que espero también hagan suya, pues es la historia de nuestro pueblo.

Manuel Guerrero Antequera.
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La compañía de mi madre


- Hijo, hijo, hijo. Levántate, parece que ya es hora.

La voz de mi madre me llegó desde lejos, desde las profundidades del sueño, que navegaba por otras aguas y tiempo, quizás soportando, como en el cine, un duro combate en el oeste norteamericano donde los simpáticos rubios de uniformes azules aplastaban a los primitivos y crueles indios apaches o comanches, o estaba sacando moras en las ciénagas infectas de zancudos y hedores de un estero de Quilpué, arrastrando, tirando una escalera que nos permitía trepar sobre las matas y sacar sabrosos frutos que más tarde se convertirían en mermelada hogareña, o andaba extraviado en los primeros aguijones del sexo que impulsaba secretos paseos con un amigo, donde con unas muchachas grandes y pícaras para nuestra edad, nos besábamos y acariciábamos, en esas tardes de añoranza y quietud pueblerina.

Sentí la mano de mi madre entre suave y premurosa sobre mi hombro. Abrí los ojos y la vi agitada en su acostumbrada tranquilidad.

Traté de despabilarme y me levanté. Miré hacia la calle, aún estaba oscuro.

- Tendrás que acompañarme, ya no aguanto más, debe estar por nacer el niño.

Su barriga lucía gigantesca y arremolinada.

El agua fría ayudó a que me despertara definitivamente. En minutos estaba listo. Mis otros hermanos se irguieron en sus camas y por presentimiento se pusieron a llorar:

- No pasa nada hijos, sigan durmiendo - los tranquilizó mi madre.

Mi hermana Juana, que ha sido de por vida una especie de gemela mía, y yo de ella, quizás por nuestra proximidad de edad, estaba ya de pie arreglando el consabido bolso con las primeras ropas para el niño que vendría en las próximas horas al mundo.

- La Juana se quedará con los niños y tú como el hombre mayor de la casa ahora, me acompañarás. Apúrate, abrígate bien, está fresco afuera.

Salimos después que la Juana se despidió lloriqueando de nosotros.

Mi madre con su recia y aún así suave mano de mujer de pueblo, me envolvió la mía que se sintió protegida y cubierta como con un rebozo. La de ella transpiraba y me parecía sentir sus palpitaciones e incluso las del próximo hermano. Eran dos vidas anudadas y contenidas en una osamenta.

El campo circulante y las calles por las que caminamos estaban solitarias y quietas. Solo el ladrido de algún perro o el croar de las ranas nos acompañaban.

- Es de esperar que consigamos que alguien nos lleve porque a esta hora no hay locomoción y creo que el niño debe estar por nacer, yo ya no aguanto más -, dijo mi madre.

Llegamos a la carretera oscura y extensa que se perdía en la distancia.

Mi madre se paseaba de un punto a otro, volviendo su vista de vez en cuando hacia el horizonte por si divisaba algún vehículo.

Se quejaba de los síntomas del parto, aunque evitaba hacer cualquier aspaviento que aumentara mis preocupaciones infantiles.

El tráfico era muy escaso y los pocos vehículos que pasaron no hicieron asomo de detenerse, no obstante las agitadas señas que yo hacía mostrando a mi madre.

En mi conciencia de niño yo me daba cuenta que ella resistía a duras penas, porque a menudo se apoyaba, más bien se echaba, sobre un poste de alumbrado eléctrico, a la sazón sin luz que allí había. Cerraba los ojos y me parecía que iba a desplomarse.

Por temor yo le hablaba y le pedía que me contestara. Ella lo hacía con desgano, solo por calmarme. Más tarde me pedía que le hablara de lo que quisiera para pensar en otro asunto, lo que yo aprovechaba para narrarle mis descubrimientos en el campo, los conocimientos de los animales y las plantas, de las diabluras en la escuela que se encontraba en una loma prendida a la tierra arcillada.

Luego ella entonaba algún pedazo de canción que yo acompañaba con esa voz tan característica de los niños que rozan la pubertad. Éramos dos siluetas en la noche, una gigantesca para mi dimensión, que era mi madre y yo, flaco y diminuto, sacando arrogancias indebidas en la misión de varón mayor de la amplia parvada familiar. Con frecuencia yo me evadía de la situación y quedaba prendido de las sombras nuestras que se proyectaban al pasar velozmente algún transporte indiferente a nuestras rogativas.

Avanzaba horriblemente la noche sin asomo de resolverse el traslado a la lejana ciudad en la cual mi madre pudiese recibir la atención necesitada.

Sin señalarse fue tomando forma la idea de que podría producirse el alumbramiento antes de llegar al hospital, distante como nuestros violentados derechos de gente pobre. Fue mi madre la que abordó el problema, como siempre, después de sopesar la situación.

- No creo que alcancemos a llegar al hospital, y por mi experiencia el niño debe estar por nacer. Volver a la casa sería peor, no puedo dar un solo paso.

- Parece que voy a tener un hijo callejero, desde antes de nacer -, bromeó a continuación.

- Si el niño sale me vas a tener que ayudar hasta que alguien nos traslade a Viña.

La miré intensamente y a pesar de la oscuridad vi el sudor que le cubría el rostro arrebatado. Por los surcos de su piel transcurría un líquido que representaba las tensiones contenidas.

Por un impulso de miedo y protección me abracé a su barriga, pidiéndole que esperara un poco, que ya luego pasaría un vehículo, que si nacía el niño no sabría que hacer, que se podría morir, que con qué iba a envolver al niño.

Me acarició sentidamente la cabeza, como solía hacerlo cuando nos regaloneaba o se arrepentía de una reprimenda que después consideraba muy dura, para su permanente paciencia, matizada con iracundas amenazas, que jamás cumplía, pues sencillamente las olvidaba a los minutos siguientes de proferirlas.

Diciéndome palabras maternales me calmó.

Recuperada la tranquilidad me envolvió una pesada soledad, me sentí solitario y desvalido, soberbio en nuestra pobreza que no permitía resolver la necesaria atención a mi madre parturienta. Lamenté que no estuviera presente mi padre que andaba en Santiago trabajando arduamente, justamente para tener algunos pesos para recibir al nuevo hijo. Me reveló la indiferencia de los automovilistas que no se solidarizaban con una mujer embarazada y un niño que los hacía señas en el camino.

- Si el niño nace, hijo, debes de ayudarme, no te asustes, en el campo las mujeres tienen muchas veces sus hijos solas.

- Ahora, a lo menos, estoy contigo para que me ayudes y después pares algún vehículo para que me lleve al hospital.

Empezó a explicarme minuciosamente las distintas posibilidades en que podría estar el niño y qué debía hacer yo en tal eventualidad. A mi modo me parecía sobrehumano, lejano a mis posibilidades, había escuchado, alguna vez, de cómo nacían los niños, pero de ahí a atender yo el parto me era inconcebible.

Después de hablar mi madre entró en una especie de sopor, evadiéndose de la realidad circundante. Era como si hubiese salido de un peso tremendo, se confiaba en alguien más que estaba junto a ella. Y ese era yo, fruto y continuación de ella, a quien en más de alguna ocasión nos asemejaron por temperamento.

Afirmada en el poste eléctrico se quedó quieta en su convulsión en desarrollo.

Me decidí lograr que parara un vehículo como fuera. Divisé una luz que crecía en la impenetrable noche. De reojo observé a mi madre, comprobando que se hallaba con los ojos cerrados. Había campo libre para mi determinación. Avancé hacia el centro de la carretera y me crucé en ella. Un vehículo avanzaba aceleradamente con un ronquido furibundo y parecía que me iba a arrollar, pero no eche pie atrás; nada me importaba, mi madre necesitaba ser trasladada al hospital y eso era lo que iba a conseguir. Frenó a escasa distancia y el chofer bajó enfurecido. Ahí me di cuenta que era un autobús de recorrido, el primero de un nuevo día.

Sin hacer caso de las reclamaciones del conductor corrí donde mi madre y la ayudé a caminar hacia el bus. Subió a duras penas. El vehículo siguió su marcha con su preciosa carga. Iba repleto de pasajeros, algunos medio dormidos y otros absortos en sus propias preocupaciones. Me indigné que nadie cediera su asiento y dirigiéndome hacia los más próximos exclamé:

- ¡Ustedes son unos hijos de perra! ¡Que no saben lo que es una mujer que va a tener guagua!

Yo mismo no me reconocí en esa voz impersonal, iracunda y temblorosa. Todos despertaron y nos miraron. Varios diciendo palabras de disculpa dieron su lugar.

Llegamos a Viña del Mar cuando la claridad dominaba la ciudad balneario.

Dificultosamente mi madre cubrió los metros que nos separaban del hospital. Nada mas llegar se desplomó. En una camilla la trasladaron urgentemente a las dependencias interiores de la maternidad. A mi no me dejaron entrar. Quedé en la vacía antesala dando algunos antecedentes de rigor. Otra vez me sentí desvalido en esos amplios y blancos espacios profilácticos. Quería llorar pero me daba vergüenza, por lo que me auto convencía que podría sobreponerme.

Al rato escuché que alguien preguntaba por el marido de la señora que entró recién. Por impulso imposible de reprimir, sin pensar nada, dije:

- Yo soy.

El médico largó una carcajada.

- ¿Tan joven y ya estás casado?-, y dirigiéndose a la recepcionista le preguntó: ¿No hay nadie más acompañando a la señora que llegó hace poco?

- Nadie más. Yo ando con ella. Soy su hijo - , respondí.

- Bueno, entonces a ti te informo. Tienes un nuevo hermano, fue hombre. Prácticamente el niño nació en la camilla, no sé cómo no dio a luz en la calle.

- ¿Puedo verla?
- ¿Cómo se te ocurre? Ella está en observación, ándate y después llaman por teléfono o vienen a verla mejor.

Me quedé pegado en la tierra, silenciosamente, sin alboroto alguno, me puse a llorar. Mi madre estaba bajo el cuidado que se merecía, había nacido un nuevo hermano y un gran peso escapaba de mis manos.

Salí a la calle y me puse a correr hasta llegar al paradero del autobús. Lo tomé y mi vista fue devorando cada metro que recorrí en el camino a Quilpué. Todo me parecía bello y nuevo.

Apenas bajé de él nuevamente me largué a correr dirigiendo la vista hacia la casa que se encontraba en un montículo a la distancia. Haciendo visera con mis manos descubrí que mi hermana Juana estaba asomada a la ventana también mirando hacia la carretera. Desapareció de mi vista y luego la tuve corriendo a mi encuentro.

- Fue un hombre, mi mamá está bien. Ya somos ocho hermanos -, le dije y nos abrazamos emocionados.

Manuel Guerrero Ceballos.

[Sigue leyendo su testimonio La solidaridad nace donde menos se espera]

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Estimado Manuel, no tengo el agrado de conocerte personalmente, pero si tuve la suerte de conocer a esas personas extraordianrias que eran tu abuela, tu abuelo Manuel y a tu padre y a tu madre. A tu padre lo conocí en la dura lucha por los derechos humanos, cuando yo era abogado de la
Vicaría y de la Comisión de Derechos humanos.
Pero es respecto de tu abuelo al que quiero recordar ahora. Ambos
trabajamos juntos en un proyecto de ferias del libro durante 1963 y 1964.
Nos tocó instalar un feria en Chillan, ciudad en la compartimos con tus abuelos momentos muy agradable, sobre todo para mi que era entonces un joven de 20 años al que se le había dado la responsabilidad de dirigir dichas ferias y que gracias a ello puede conocer a tu abuelo, su
litaratura y aprendí a apreciar la literatura popular y la sin apellido.
Para mi fueron jornadas muy enriquecedoras que me sensibilizaron con las
luchas del pueblo en agradable tertulias con escritores experimentados como tu abuelo y otros amigos cuyos nombres he olvidado. Después de estar un tiempo en Chillan yo debí partir a Punta Arenas con la Feria, y la vida siguió su curso. Muchos años después me encontré con tu abuelo, en la Vicaría, entonces en tareas muy diferentes a las de los años 60.

Recibe el saludo de

Carlos

Anónimo dijo...

gracias por enviarnos tus recuerdos, comparto tu dolor ,
Tus deseos de que conozcamos a tu padre en lo mas profundo de su ser, nos hace sentirlo vivo .
con cariño Silvia

Anónimo dijo...

gracias hermanito, me emociona mucho leer los escritos de y a tu viejo.
acá estamos hermano, para lo que sea.

avísame por favor cuando se haga alguna actividad para recordar a tu papá, un hermano más de los nuestros que ya nonos acompaña, cuanto hace falta verdad?, ahora sigues tú y los retoños detrás tuyo y junto a ustedes nosotros con más retoños aportando a esta jauría violenta que nos toca vivir.

ya nació violeta, mi última hija. es una bellesa también como las tuyas, ya se juntarán ellas y arreglarán en lo que puedan el momento que les toque a ellas cambiar.

todo mi amor y respeto de siempre.

besos a la familia.

Pacita dijo...

Que valentìa tenìan para enfrentar la vida toda la famiias luchadoras! .
! Como hemos cambiado ! en esta època donde ni siquiera podamos tener los hijos que quisieramos por que la Sociedad de Consumo no ahoga , y nos sacude como plumas .
Lindos escritos

Anónimo dijo...

Estimado Manuel:Gracias por enviarme los escritos de tu padre y lo que hablas sobre él. La verdad es que en mi vida tuve poco contacto ; en los años 60 en que se desarrolló como dirigente yo andaba fuera del país en otras utopías; después, en el exilio, él era un destacado dirigente de la J. y yo ya estaba en los "viejos", allí te conocí a ti entre los adolecentes cercanos a mis hijos.

Sin embargo y a veces, para conocer a una persona, no se requiere haber estado trabajando a su lado. En este caso están tus trabajos, lo que se ha hablado de él en los medios, lo que hablan los amigos y compañeros, el conocimiento personal, etc. Para mi existe también otra fuente de antecedentes y esa es, el haber conocido a su familia: a sus hermanos, a su padre, a sus tíos, a su abuela.

Entonces, hace mucho tiempo, éramos una familia de la lucha en que compartíamos lo que teníamos y también las carencias. Recuerdo la casa, por San Miguel, una calle perpendicular a la Gran Avenida y donde se podía llegar en el tranvía 36. Siendo niño estuve por allí donde jugaba con Alexis y la Leo, ellos menores que yo.

Los Alvarez Gerrero han formado parte de mi familia, tu tía abuela Carmen, Domingo y muchos otros.

Después, en la J., en Av. Matta recuerdo a tu tía, desaparecida prematuramente, cantando con hermosa voz una canción que se me quedó grabada hasta hoy.

Bueno, Manuel es producto también de esa generosa y bella familia de donde tu provienes.

Un fuerte abrazo
Leo