El año pasado asistí al Encuentro de Saberes y Movimientos “Entre las crisis y otros mundos posibles”. De todas las intervenciones que hubo durante el encuentro, en el que participaron pensadores y activistas de varios países y lugares del Perú, me quedé con las de la uruguaya Lilian Celiberti.
La lucidez y potencia de su razonamiento, alimentado por más de treinta años de trabajo en diversas esferas de la vida política y social (sobre en temas laborales y de género), me ayudaron a clarificar algunas convicciones que he reforzado a lo largo de los años. La primera idea clave que soltó en la sala, con su voz firme y convincente, fue la de desterrar de nuestras cabezas y consensos la “lucha contra la pobreza”, para cambiarla por la redistribución de la riqueza. Esta tendría que ser la base para las demandas de quienes creemos imprescindible que las instituciones den pasos concretos hacia una sociedad más justa. Como sabemos, la “lucha contra la pobreza” se sostiene en programas asistencialistas, que tienen un efecto en las cifras económicas a corto plazo, para beneficio del gobierno de turno, pero no generan un efecto importante a largo plazo, que garantice un real beneficio para la población.
Por eso me sorprendí al comenzar el año con el hecho de que la “redistribución de la riqueza” estuviera en la agenda de uno de los candidatos presidenciales y que el tema fuera puesto sobre la mesa como nunca antes en unas elecciones. A pesar de no contar con mi confianza de inmediato, desde ese momento le reconocí a Ollanta Humala un gran mérito: priorizar la redistribución de la riqueza de manera inédita en nuestro contexto, haciendo que el asunto trascienda de un modo que ningún otro candidato ha podido conseguir.
El concepto es sencillo y no tiene nada que ver con Robin Hood, por más que El Comercio y otros medios quieran hacerles creer a las clases altas que los menos favorecidos sólo pueden salir de la exclusión expropiándoles sus bienes. Se trata de que el Estado tenga como horizonte el que sus ingresos lleguen donde antes no han podido, descentralizando los beneficios que de ellos se desprendan. Es decir, garantizando que ciertas necesidades se cubran del modo más universal posible. Un eje central de esta propuesta es el impuesto a las sobreganancias mineras, puesto de moda por el candidato, que ahora puede enorgullecerse de que dicho impuesto, existente en la mayoría de países que perciben ingresos fuertes de la minería, sea consenso nacional luego de que su opositora lo incorporara improvisadamente a su repertorio de ofrecimientos.
La segunda idea imprescindible de Celiberti fue la importancia que tiene el lenguaje en el ámbito de lo político, y cómo el descuido frente a su utilizacion puede hacer la diferencia entre dejarnos entrampar por discursos hegemónicos, o ser leales a expresar nuestras demandas y necesidades más profundas. Un ejemplo de esta situación lo dio al evidenciar el riesgo de adoptar para el uso cotidiano la expresión “recursos naturales”: jerga mercantil impuesta por las economías basadas en el extractivismo, como la peruana, en la que la naturaleza es un “recurso” a ser “extraído”. Cual barril sin fondo que beneficia a quienes tenemos la suerte de vivir en este territorio durante su época de abundancia, y se refleja, nuevamente, en las cifras del corto plazo, que poco hablan de lo que pasará cuando estos recursos empiecen a menguar, al no ser renovables, o a descender sus precios en el mercado internacional.
La frase de Lilian para remplazar “recursos naturales”, es “bienes comunes”. Que inmediatamente nos remite a la visión que tienen de la naturaleza los habitantesde las zonas más pobres del Perú. Quienes viven sin sentir el prometido “chorreo” (salvo que se refirieran al del petróleo o mercurio que suele contaminarlos cada tanto) tienen claro desde hace siglos, que su bienestar depende del bienestar de su ecosistema. ¡Que distinta forma de vivir el entorno y de procurarse lo necesario para vivir bien, frente a quienes crecimos en Lima! ¡Que falta de comprensión y prevención la nuestra!
Los últimos gobiernos han despreciado permanentemente los reclamos de quienes se niegan a sacrificar la salud de sus tierras, familiares y animales, por las limosnas que ofrecen a cambio quienes llegan a querer cambiarlo todo de un día para otro, con la venia del presidente y la complicidad de la capital. En muchos países del mundo, las mismas compañías se adaptan a las exigencias de los gobiernos para garantizar las condiciones de vida de los directamente afectados por la marcha “del progreso”.
El 10 de abril de este año, al enterarme los resultados de la 1ra vuelta, asistí por curiosidad al mitin de Humala. Quería saber cómo sería la actitud de quien tendría mi voto en 2da vuelta, al no ser una posibilidad para mí el dárselo a Fujimori. También me intrigaba qué tipo de gente acudiría y cuál sería su ánimo. Esa noche me sorprendí doblemente. El publico, variopinto, era bastante familiar. Padres con bebes cargados en hombres, madres con niños llevados de la mano, luciendo vinchas blanquirojas en un paisaje lleno de banderas y polos con mensajes diversos. No un mismo polo regalado por un partido, no un electorado uniformizado: cuerpos vestidos de acuerdo a sus recursos y procedencias, pero que compartían un júbilo similar. ¿Era posible que este personaje, tan desprestigiado por la prensa desde hace un lustro, pudiera generar una esperanza así de genuina en un sector de la población? Independientemente de la imprevisibilidad de sus actos en un eventual gobierno, percibí una esperanza que no veía en él un mal menor, sino a un líder capaz de recoger demandas largamente postergadas.
Decidí concentrarme en el discurso del candidato. El habló con cautela y agradeció el apoyo recibido en las urnas. La otra sorpresa para mí fue que dedicó la mitad de sus palabras a saludar y expresar sus condolencias a las recientes víctimas de Islay, que murieron defendiendo su derecho a protestar frente al Estado, que imponía sus negociados sobre la consulta ciudadana. De manera similar recordó a las víctimas de Bagua y señaló los conflictos sociales como un problema ineludible por considerar su resolución, esencial para generar una estabilidad que permitiera que el desarrollo llegue a todas las regiones del país. Otra vez una agenda comúnmente eludida era visibilizada y señalada como fundamental para que las mejoras en el Perú puedan darse en profundidad y de manera equitativa. No me lo esperaba de él, ni de ninguno de los demás candidatos, pero sucedió esa noche, y algo dentro de mi dijo “ya era hora”.
Estos meses he leído muchísimo sobre la campaña, los candidatos, planes de gobierno, dimes y diretes. He tratado de informarme sobre cómo es posible que pueda reducirse la pobreza sin disminuir la desigualdad. Me indignan algunas cifras, que rescato de entre muchas otras impresionantes: para el Estado peruano uno no es pobre si gana más de s/263 al mes. Es decir, de lo que nos venimos vanagloriando es de que más peruanos ganen s/264 o más, al mes. ¡Por jornadas interminables de trabajo en las mas precarias condiciones! Otra cifra impactante es que el 36% de limeños no cuenta con agua y desague. ¡Ni en la capital se cubren los servicios básicos! Y aun así es un lugar común aceptar que estamos bien y no podemos retroceder lo avanzado.
No creo que “lo avanzado” sea consistente si no tiene un efecto en el sistema educativo y en la aplicación de la justicia. Y no creo que nadie en Gana Perú tenga como misión hacer que el país “retroceda”. Me parece lógico que alguien que llega al poder por primera vez quiera tener el apoyo de las mayorías y generar una buena recordación, por lo que no considero que Ollanta Humala piense sacrificar la endeble confianza que puede haber generado aplicando medidas extremas que le imposibiliten trabajar, en medio de un escenario que desde ya, le es adverso.
Yo vivo desde hace siete años de las ganancias de mi tienda, Pulga, y los últimos dos, enseñando en instituciones educativas privadas. No estaría dispuesta a apoyar a alguien que realmente supusiera un peligro para mi trabajo, mis fuentes de ingresos y de experiencias muy ricas de diversa índole. Pero si quisiera que el nuevo gobierno posibilite mejores condiciones de trabajo para todos, no que genere mayor inseguridad y flexibilización laboral. Este tema ha sido ampliamente tocado por miembros de Gana Perú, entre quienes se encuentran personas que han dedicado su vida a defender principios con los que concuerdo. Ha sido una alegría, por ejemplo, ver este domingo en señal abierta a Javier Iguíñiz afirmando la importancia de un Estado al servicio de la sociedad y no de la empresa privada. Así como es un gusto ver apoyando esa propuesta a Humberto Campodónico, decano de la Facultad de Economía de la UNMSM, a Sinesio López, Nelson Manrique o Miguel Rubio y Teresa Ralli de Yuyachkani.
Eso me ha hecho pensar últimamente que no puedo imaginar a alguien que admiro, respeto o quiero, votando por la otra opción este 5 de junio. Así como para mí siempre estuvo claro que esa opción es inexistente, porque mi ideal de país no concibe la impunidad y la complicidad hacia criminales comprobados, día a día se van sumando al voto por Ollanta, personas cuyas motivaciones en la vida no se basan en el lucro ni en la acumulación. Personas que saben que es necesario el bienestar económico para vivir y generar proyectos, pero que tienen claro que éste puede lograrse de una manera más inclusiva y sobre la base de una defensa de la democracia y la justicia que no es negociable.
Hicimos un pronunciamiento hace poco. A las firmas de amigos y compañeros de ruta, las acompañan las de muchos de mis artistas favoritos: Fernando Bryce, Elena Tejada, Alfredo Márquez, Gilda Mantilla. Cada vez más voces firmes apuestan por este voto. Un voto crítico, informado, que no da carta libre ni es dado sin haberlo pensado. Pero que es un voto convencido y alegre, feliz de servir para desterrar una corrupción ferozmente impuesta en todas las esferas de nuestra sociedad.
Estas son algunas de mis razones para votar por Ollanta, aparte de las muchas que tengo para no votar por su opositora. Pienso en mis peruanos admirados y me reafirmo. Imagino a José María Arguedas, a César Vallejo y sé de qué lado se ubicarían. Incluso a Luchito Hernández, quizá tentado en viciar su voto para desentenderse de un sistema corrompido, pero finalmente optando para no dar chance a la posibilidad de que los poderosos impongan su voluntad hecha de pactos bajo la mesa. ¿Tú a quien admiras?, ¿Por quién va a votar?
Fuente: Espacio compartido
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