Esther Vivas | Intervención jornadas homenaje a José Saramago en Granada. Mesa con Juantxo López de Uralde de Equo*
El punto de partida para un debate como el de hoy es constatar que la humanidad se encuentra frente a una crisis ecológica global que forma parte intrínseca de la crisis sistémica del capitalismo. Y una de las diferencias respecto a las crisis económicas anteriores, de los años 70 o el crack del 29, es, precisamente, su vertiente ecológica.
De hecho, no podemos analizar la crisis ecológica global de forma separada de la crisis en la que estamos inmersos ni de la critica al modelo económico que nos ha conducido a la misma. También es necesario rechazar sin paliativos la lógica de maximización del beneficio del sistema capitalista y su orientación productivista que no tiene en cuenta los límites del planeta tierra.
La realidad es que estamos asistiendo a una verdadera crisis de civilización que tiene múltiples dimensiones: ecológica, alimentaria, de los cuidados, financiera y, como decía José Saramago, ética y moral.
Una crisis que en su conjunto pone encima de la mesa la incapacidad del sistema capitalista para satisfacer las necesidades básicas de la mayor parte de la población y que amenaza la propia supervivencia de la humanidad.
Por lo tanto, no estamos ante una crisis pasajera. La crisis va para largo. Y no hay luz al final del túnel. O peor aun, como ha señalado el filósofo Slavo Sizek, la luz al final del túnel ha resultado ser la de un tren en marcha que viene a toda velocidad contra nosotros.
Así lo demuestran los planes de rescate que se han aplicado a Grecia, Portugal e Irlanda, las medidas de ajuste del gobierno de Zapatero y los recortes anunciados en muchos otros países de la Unión Europea. Estamos ante una verdadera “guerra social en Europa”. Una ofensiva que busca acabar con los pocos derechos sociales que todavía quedan en el continente y que las empresas consideran un lastre para su competitividad en la economía global.
La crisis plantea por lo tanto la necesidad urgente de cambiar el mundo de base. Y éste es para mí el punto de partida para enfrentarnos a la crisis ecológica, y hacerlo desde una perspectiva anticapitalista y ecologista radical.
Viendo cómo va el planeta, lo qué me parece extraño no es ser anticapitalista, sino no serlo. Son aquellos que defienden este modelo, un sistema capitalista generador de pobreza, desigualdades y guerra quienes deberían justificarse. Así es como el anticapitalismo surge, como un doble imperativo: moral y estratégico.
De hecho, el fracaso de las pasadas cumbres del clima en Copenhague (diciembre 2009) y Cancún (diciembre 2010) ponen en evidencia la incapacidad del capitalismo para solucionar y dar respuesta a una crisis que él mismo ha creado. Ambas citas resultaron ser un fracaso absoluto y una oportunidad perdida donde ni siquiera la retórica hueca y la pompa de los jefes de Estado pudo esconder la falta de medidas reales aprobadas.
El acuerdo en Cancún mostró que estamos ante una vía muerta. Su objetivo era hacer creer, como señaló Daniel Tanuro, que había piloto en el avión. Pero, en realidad, no hay piloto. O más bien, el único piloto que hay es el automático. Y éste consiste en la carrera sin límites del capital para obtener el máximo beneficio. Se anteponen los intereses cortoplacistas y los tacticismos electorales a las necesidades a largo plazo de las personas y la naturaleza.
De hecho, las citas de Copenhague y Cancún dejaron claro que no hay voluntad política para dar respuesta a la crisis climática y ecológica a la que nos enfrentamos. Una solución real requeriría de transformaciones sociales y económicas profundas. Y se ha visto, claramente, que no hay voluntad de llevarlas a cabo.
Se plantean falsas soluciones al cambio climático, respuestas tecnológicas, en el marco del capitalismo verde, como si la tecnología nos pudiese salvar de este callejón sin salida al que nos ha conducido el sistema capitalista. Un buen ejemplo han sido los intentos, estos últimos años, del lobby pro-nuclear de presentar la energía nuclear como la alternativa a la crisis del petróleo. Una “operación” que se ha venido abajo con el accidente de Fukushima, en Japón, y que muestra como la energía nuclear, en palabras de Michael Löwy, trae la catástrofe como la nube la tormenta.
De hecho, se niega la causa central de la crisis climática: la lógica de este sistema usurpador, del crecimiento sin límites, que es el capitalismo y que nos ha conducido a una crisis global sin precedentes.
Cambio de paradigma
De este modo, la crisis plantea la necesidad de un cambio radical de paradigma y este cambio de paradigma se tiene que hacer desde una perspectiva anticapitalista. Pero, ¿qué queremos decir con anticapitalismo?
Anticapitalismo es el término que se ha ido imponiendo para designar un horizonte de ruptura con el actual orden de cosas. A menudo se señala críticamente el carácter negativo del concepto, pero esto es sólo una verdad a medias puesto que el anticapitalismo, como lo entendemos buena parte de quienes nos situamos en este campo, desemboca directamente en la formulación de propuestas alternativas a las políticas dominantes que apuntan hacia otro modelo de sociedad.
Algunas propuestas consisten en reivindicar que el sistema bancario esté al servicio de las personas y que no sirva a unos pocos para hacer negocio. Es necesario la nacionalización de la banca. Exigir, así mismo, el acceso universal a la vivienda y la creación de un parque público de viviendas. ¿Cómo se entiende hoy gente sin casa y casas sin gente? En el Estado español, 250 mil desahucios en el 2010 y tres millones de pisos vacíos.
El anticapitalismo empieza con el rechazo a lo existente para pasar después a la defensa de otra lógica opuesta a la del capital y a la de la dominación. Los límites del término son, en cierta medida, los límites de la fase actual, todavía de resistencia y de (re)construcción, marcada por la dificultad de expresar una perspectiva estratégica en positivo y un horizonte de sociedad alternativo.
De hecho, los grandes conceptos que designan modelos de sociedad alternativos, como socialismo o comunismo, tienen hoy un significado equívoco debido al fracaso de los proyectos emancipatorios del siglo XX. Son necesarias experiencias fundadoras que sean capaces de imponer nuevos conceptos o recuperar los antiguos para designar un proyecto de sociedad alternativo.
Y para nosotros anticapitalismo y ecologismo son dos combates que tienen que ir estrechamente unidos. Cualquier perspectiva de ruptura con el actual modelo económico que no tenga en cuenta, como elemento central, la crisis ecológica está totalmente destinada al fracaso. Y a la vez, toda perspectiva ecologista sin una orientación netamente anticapitalista, de ruptura con este sistema, está totalmente desorientada, se queda en la superficie del problema y al final puede acabar siendo un instrumento al servicio de las políticas de marketing y del capitalismo verde. Hay que desmarcarse del ecologismo institucionalizado y situar el combate ecologista en una lógica de cambio de sistema. No queremos poner un barniz verde al actual modelo sino que queremos cambiarlo.
Frenar el cambio climático y atajar la crisis ecológica global, implica modificar de raíz el modelo de producción, distribución y consumo, y no simples medidas o retoques cosméticos. Las soluciones a la crisis ecológica pasan por tocar los cimientos del sistema capitalista. Por tocar el “disco duro” del este modelo.
El capitalismo global se basa en la privatización y la mercantilización masiva de los bienes comunes de la humanidad y la naturaleza y es incompatible con la preservación de los equilibrios del ecosistema. Hay muchos ejemplos que nos muestran como la lógica capitalista es responsable de la crisis ecológica y cómo una política ecologista seria debe enfrentarse a los intereses privados de las grandes empresas.
Sistema alimentario global
Un caso muy visible lo tenemos, por ejemplo, en cómo funciona el sistema alimentario mundial. El modelo de producción, distribución y consumo está en manos de un puñado de multinacionales que controlan la cadena agroalimentaria, del productor al consumidor final, y que determinan qué, cómo, de dónde viene y qué precio se paga al productor por aquello que comemos. Un monopolio que va desde el mercado de las semillas, donde actualmente unas diez empresas a escala mundial controlan el 70% de la comercialización de las mismas, pasando por la transformación de los alimentos, hasta la distribución en los supermercados. Y estas empresas anteponen sus intereses particulares a nuestras necesidades alimentarias y el respeto al medio ambiente.
De hecho, la cadena agrícola y alimentaria se ha ido alargando cada vez más provocando una pérdida de autonomía del campesinado respecto a la misma y un total desconocimiento del consumidor sobre aquello que compramos. No sabemos qué comemos, de dónde viene ni cómo se ha producido. Y está claro que si nuestra alimentación depende de empresas como Cargill, Monsanto, Dupont, Nestlé, Danone, Kraft, Carrefour, Mercadona está claro que nuestra seguridad alimentaria no está garantizada.
El impacto de las políticas neoliberales en la agricultura y la alimentación, a lo largo de las últimas décadas, nos ha conducido a un modelo agroalimentario profundamente injusto, depredador y generador de hambre. Según datos de la FAO, en la actualidad, una de cada seis personas en el mundo pasan hambre, a pesar de que la producción de alimentos no ha parado de aumentar desde los años 60, multiplicándose por tres, y la población mundial, desde entonces, tan solo se ha doblado. Por lo tanto, de comida hay, pero nos encontramos frente a un problema de acceso. Si no puedes pagar el precio establecido (cada día más alto fruto de la especulación financiera con las materias primas alimentarias, entre otros) o no tienes acceso a los medios de producción (tierra, agua, semillas… que se han ido privatizando), no comes.
¿Qué elementos caracterizan este sistema agrícola y alimentario? Se trata de un modelo fuertemente dependiente del petróleo, con una producción intensiva y el uso de grandes maquinarias que necesitan de combustible fósil; con la utilización de insumos químicos (pesticidas, insecticidas…) elaborados, también, con petróleo; alimentos kilométricos, que viajan miles de kilómetros antes de llegar a nuestro plato, cuando estos mismos se podrían elaborar a escala local.
Nos encontramos frente a un modelo generador de cambio climático. Según la organización GRAIN, más del 55% de los gases de efecto invernadero son provocados por este sistema agroindustrial, con un modelo productivo que deforesta y acaba con bosques y selvas vírgenes, que desgasta los suelos, con alimentos que viajan largas distancias, con la consiguiente conservación de los mismos en grandes frigoríficos y transporte de largas distancias.
Es un modelo que implica la pérdida de agrodiversidad. La FAO indica como en los últimos cien años ha desaparecido el 75% de las variedades agrícolas y ganaderas. La alimentación que conocieron nuestros abuelos y abuelas, e incluso padres y madres, tiene muy poco que ver con aquello que comemos nosotros. En las últimas décadas, se ha dado una creciente homogeneización en lo que respecta al consumo de alimentos, con la pérdida no sólo de agrodiversidad sino también de saber cultural.
Además, la agricultura industrial prescinde del campesinado y del conocimiento campesino. Actualmente, en el Estado español tan sólo el 5% de la población activa es campesina y su renta agraria se sitúa tan solo en un 55% de la renta general. Si estos desaparecen, ¿en manos de quién está nuestra alimentación?
Una transformación social y ecológica
Ante el impasse al que nos ha llevado el actual modelo civilizatorio, ahora más que nunca, cobra sentido la lúcida metáfora de Walter Benjamín que afirma que la humanidad es como un tren que va desbocado hacia el precipicio y que el rol de aquellos que luchamos por cambiar el mundo consiste en tirar de los frenos de emergencia antes de que el tren se despeñe por el precipicio.
Frente a la crisis ecológica global, que se entrelaza con la crisis económica y social, hay dos lógicas antagónicas que se contraponen. De un lado, la del beneficio a corto plazo y el tacticismo electoral permanente, propios del capital y la política gestionaria, encarnada por la mayoría de los gobiernos del mundo. Y, del otro, la lógica a largo plazo de la defensa de la humanidad, la vida y el equilibrio con la naturaleza, representado por el movimiento por la justicia climática. Una y otra marcan dos destinos alternativos. Para nosotros, la elección es bien clara.
De lo que se trata es de defender una perspectiva de transformación social y ecológica de la sociedad y la economía. ¿Y esto qué implica? Por un lado, una reconversión de los trabajadores de los sectores productivos ecológicamente insostenibles (de la industria armamentística, del automóvil, de la construcción), manteniendo los derechos laborales y creando nuevos empleos en sectores económicamente sostenibles como las energías renovables, la agroecología.
Significa una reducción masiva de la jornada laboral, trabajar menos horas manteniendo los salarios, creando nuevos empleos y favoreciendo un reparto más equilibrado del trabajo doméstico y de cuidados entre hombres y mujeres.
Se trata de prohibir los despidos en empresas que tienen beneficios. Es escandaloso que al mismo tiempo que Telefónica anuncia unos beneficios récord de más de diez mil millones de euros en el 2010 anuncie su voluntad de despedir al 20% de su plantilla en el Estado.
Implica una redistribución de la riqueza y de la renta. Quién más tenga, que más pague. Y combatir el fraude fiscal. Hoy se calcula que en el Estado español el fraude fiscal asciende a cien mil millones de euros al año, el doble de los recortes que Zapatero quiere llevar a cabo con el Plan de Austeridad 2010-2013. En vez de congelar las pensiones, recortar el salario a los funcionarios, privatizar los servicios públicos… se podrían hacer otras políticas fiscales.
Las alternativas pasan por poner en cuestión las relaciones capitalistas de propiedad. Defender la nacionalización del sistema financiero y de otros sectores clave como el energético. La banca tiene que ser un servicio público, orientado a satisfacer las necesidades sociales.
Se debe apostar por disminuir la sobre-producción y el consumo de bienes materiales, especialmente en los países ricos. Si todo el mundo consumiera como lo hacemos aquí necesitaríamos varios planetas tierra. Es necesario, por lo tanto, replantearnos nuestro modelo de consumo y combatir un consumo excesivo, antiecológico, innecesario, superfluo e injusto.
De hecho, la lógica del sistema capitalista necesita de este consumo compulsivo. Vender las mercancías que se producen a gran escala. Se promueve, por un lado, una serie de necesidades artificiales. Pensamos que necesitamos más para vivir mejor y ser más felices: un móvil de última generación, cambiarnos la ropa cada temporada.
Y por otro lado, la producción se basa en el mecanismo de la obsolescencia programada: los productos se elaboran para que tengan una vida corta, se estropeen al poco tiempo y se tengan que comprar otros nuevos: móviles que a los tres años dejan de funcionar, impresoras programadas para que al cabo de unas impresiones ya no funcionen. El documental de Cosima Dannoritzer “Comprar, tirar, comprar”, lo explica a la perfección.
Al pensar en una estrategia anticapitalista y antiproductivista para transformar la sociedad es importante incorporar las aportaciones de los movimientos indígenas como el concepto del “buen vivir”, que plantea otras relacionas entre la humanidad y la naturaleza, de armonía con la Pachamama, la “madre Tierra”. Unas demandas que fueron lanzadas con fuerza en la asamblea de movimientos sociales del Foro Social Mundial de Belén (Brasil) en enero del 2009 y en la Cumbre de los Pueblos sobre Cambio Climático y Derechos de la Madre Tierra en Cochabamba (Bolivia) en abril del 2010.
No se trata, pero, de caer en romanticismos o en idealizaciones del movimiento indígena, sino de integrar sus aportaciones y comprender sus propuestas, buscando un diálogo crítico entre movimiento indígena, ecologismo y pensamiento socialista.
Indignarse y organizarse
El punto de partida para enfrentarnos a la crisis social y ecológica es la resistencia social, la organización y la movilización, porque los cambios no se dan espontáneamente desde arriba sino que son fruto de la presión y la lucha en la calle. Es necesario, por lo tanto, construir otra correlación de fuerzas entre capital y trabajo.
Y la incapacidad para arrancar cambios significativos en las políticas dominantes, se explica, fundamentalmente, por la debilidad de la respuesta social frente a la crisis. Porque si hay un clima que queremos cambiar los anticapitalistas y los ecologistas: es, precisamente, el clima social. En el terreno social, sí que necesitamos un buen calentamiento a escala global.
En el fondo, lo que está en juego es una salida conservadora a la crisis o una salida en clave de izquierdas, anticapitalista, ecologista, feminista y solidaria. Las reacciones de los trabajadores en escenarios como el actual pueden estar dominadas por el miedo y el egoísmo o por la solidaridad y la rabia frente a la injusticia. Pueden orientarse hacia opciones progresistas o girar hacia alternativas reaccionarias. No hay ningún automatismo entre malestar y movilización social, y aún menos, entre movilización y movilización en sentido solidario.
Vivimos un momento paradójico, en el que el malestar acumulado es muy grande, pero al mismo tiempo hay una gran resignación y desánimo. Lo difícil no es convencer a mucha gente de que el actual modelo no funciona, lo más difícil es convencer a aquellos que ya comparten este diagnóstico de que es posible cambiar las cosas. Mucha gente está derrotada antes de empezar a luchar. Y ésta es la gran victoria del sistema capitalista: hacernos creer que “no hay alternativas”. La conquista de nuestro imaginario colectivo.
El reto que tenemos por delante es transformar el malestar social en movilización y acción colectiva, y reconstruir una cultura de la movilización, de la solidaridad y de la participación en los asuntos colectivos, en el centro de trabajo, los barrios, los centros de estudio. Y para ello es preciso obtener victorias concretas, que permitan mostrar la utilidad de la movilización, acumular fuerzas y preparar nuevas victorias.
Hace tiempo que la gente sólo viene experimentando, en general, derrotas y retrocesos, y necesitamos contra-ejemplos que muestren de que es posible cambiar las cosas. Creo que, precisamente, la consecuencia más importante de las revoluciones en el mundo árabe, para los movimientos alternativos en Europa, es que demuestran que movilizarse, que luchar, que organizarse, que salir a la calle sirve, que los fundamentos del actual sistema no son tan sólidos como parecen o como nos quieren hacer creer y que cuando el malestar se transforma en rabia y esta rabia en movilización popular, el poder de los que estamos abajo se vuelve imparable.
El ecologismo ha puesto tradicionalmente también mucho énfasis en ir más allá de la movilización, en promover un cambio de valores, transformar la vida y los hábitos cotidianos y construir alternativas prácticas que apunten, aquí y ahora, hacia “otro mundo”.
Desde este punto de vista, la acción individual es importante porque aporta coherencia en relación aquello que defendemos, es demostrativa y pone encima de la mesa que son posibles otras prácticas cotidianas. Quienes queremos cambiar el mundo debemos intentar buscar la mayor coherencia posible ente lo que hacemos y lo que decimos. Aunque partiendo de que la coherencia absoluta en el sistema capitalista en el que vivimos es del todo imposible.
Pero hay que tener, también, en cuenta que con la acción individual no es suficiente, no basta. A veces se puede creer que con cambiar nuestros hábitos cotidianos, uno a uno, cambiaremos la sociedad, y esto no es así. La acción individual no genera cambios estructurales. Estos sólo serán posibles a través de la acción colectiva. Es necesario romper el mito de que nuestras acciones individuales, por si solas, generarán cambios estructurales.
Por otro lado, desde los movimientos sociales alternativos se pone mucho énfasis en construir alternativas locales que vayan en un lógica anticapitalista, a modo de espacios liberados y de islotes no capitalistas que transformen la sociedad. Un buen ejemplo de estas prácticas, entre otros, es el movimiento de grupos y cooperativas de consumo agroecológico.
Su crecimiento en el Estado español esta última década ha sido muy importante y se han generalizado miles de experiencias por todo el territorio, con grupos de consumidores locales, quienes establecen una relación directa con un productor y/o campesino local y plantean otro modelo de producción, distribución y consumo basado en la confianza, la producción campesina, ecológica y de proximidad.
De hecho, Andalucía ha sido pionera con estas experiencias. Se trata de iniciativas que se basan en la demanda de la soberanía alimentaria, de recuperar el control sobre las políticas agrícolas y alimentarias, la capacidad de decidir, nosotros, sobre aquello que comemos y que no lo decidan unas pocas multinacionales que controlan la cadena alimentaria y que anteponen sus intereses particulares a las necesidades colectivas.
A veces puede haber una cierta idealización de dichas experiencias y de las potencialidades de estos espacios y proyectos y puede parecer que sólo con reforzar estas iniciativas y ampliarlas bastaría para cambiar el mundo. Pero esto no es así.
En el caso de los grupos y cooperativas de consumo agroecológico, si yo quiero consumir productos ecológicos necesito que se prohíban los transgénicos, porque la coexistencia entre estos y la agricultura convencional y ecológica es imposible. Necesitamos, pues, cambios políticos que sólo pueden obtenerse con la movilización de masas.
Aunque está claro que potenciar la construcción de alternativas locales, en lo cotidiano, en el consumo, los medios de comunicación alternativos, etc. es algo fundamental. Y cualquier movilización social de masas tendrá pies de barro si no se sustenta sobre un fértil tejido asociativo, sobre un denso entramado de asociaciones, ateneos, junto con un potente movimiento obrero y vecinal.
Pero, la construcción de dichas alternativas locales y cotidianas no puede hacerse en detrimento de la búsqueda de la movilización y la organización del grueso de los trabajadores y de los sectores populares. Más allá de las minorías activas, el cambio social vendrá de la acción colectiva de la mayoría de la población. Cambiar el mundo no es tarea de unos pocos sino que es asunto de muchos.
Por otro lado, otra tarea urgente es impulsar la coordinación de las luchas, crear espacios de articulación y evitar que éstas queden aisladas. Hay que tener en cuenta que el capitalismo neoliberal basa su fuerza en la fragmentación y en la dispersión del conjunto de los oprimidos y explotados. “Divide y vencerás” ha sido el gran éxito del neoliberalismo.
Vivimos en una sociedad cada vez más fragmentada: entre autóctonos e inmigrantes, entre parados y trabajadores con empleo, entre precarios y trabajadores estables. Pero donde el sistema coloca muros de insolidaridad, nosotros tenemos que favorecer las convergencias entre las movilizaciones y las luchas sociales.
Otra izquierda desde abajo
Aunque la resistencia social es el punto de partida para cambiar las cosas, ésta, por si sola, no es suficiente. Necesitamos articular una alternativa política anticapitalista amplia ligada a las luchas y a los movimientos, porque no queremos resignarnos a ser un grupo de presión de aquellos que mandan.
Frente al sistema actual, es necesario constatar la absoluta incapacidad y la falta de voluntad política de la izquierda hegemónica para cambiar la sociedad y combatir la crisis social y ecológica. Los partidos socialdemócratas europeos se han adaptado, desde hace tiempo, a los intereses del gran capital y han tejido fuertes lazos con sectores privados. La connivencia política y empresarial y las puertas giratorias están al orden del día. El número de ex-políticos que ocupan cargos en los consejos de administración de las principales empresas españolas no hace sino aumentar.
La socialdemocracia no tiene una agenda propia de salida de la crisis, más allá de la gestión de los intereses del capital. Y el grueso de las formaciones situadas a su izquierda, como muchos partidos comunistas o partidos verdes, se han convertido en fuerzas desconectadas de las luchas, dirigidas por “familias”, absolutamente institucionalizados y subalternos a la socialdemocracia. Esto no quita que en su seno pueda haber personas valiosas con otra visión, pero sin capacidad de incidencia. De hecho, tanto los partidos comunistas como los partidos verdes se han convertido esencialmente en aparatos electorales, institucionales y mediáticos, con una base social hueca y han abandonado una perspectiva de movilización y lucha social.
La izquierda mayoritaria, desgraciadamente, ha perdido cualquier ambición por transformar la sociedad desde abajo y a la izquierda. Los partidos de izquierda convencionales pueden tener credibilidad electoral, recibir apoyos como mal menor, pero no tienen credibilidad política como instrumentos útiles para cambiar este mundo. El caso de Los Verdes europeos es un ejemplo muy claro de esta evolución. Crecen electoralmente con el apoyo de las clases medias cansadas de la socialdemocracia, pero son poco más que un paraguas electoral.
En el caso alemán, Los Verdes, desde su irrupción a comienzos de los años 80, pasaron, en un tiempo muy corto, de encarnar una alternativa antisistema y radical a ser una fuerza de gestión en el gobierno y de corrección del sistema, de tener una perspectiva antimilitarista y pacifista a defender los bombardeos en Kosovo en 1999.
Uno de los mejores ejemplos de institucionalización y abandono de una perspectiva real de transformación por parte de Los Verdes europeos lo tenemos ahora mismo en Islandia, donde, el pasado 9 de abril y por segunda vez, los ciudadanos rechazaron en referéndum el acuerdo que el gobierno islandés, formado por los socialdemócratas y los verdes, había firmado con los financieros europeos. La propuesta consistía en pagar 5200 millones de dólares a las aseguradoras bancarias británicas y holandesas. El pueblo de Islandia dijo ‘no’. Porque ésta no es la manera de combatir la crisis ecológica y social que enfrentamos.
Antes esta “izquierda”, hay que construir otra izquierda creíble como instrumento útil para combatir el neoliberalismo y transformar la sociedad. Una izquierda que se base en una perspectiva estratégica de ruptura con la lógica del capital, de compromiso con las luchas sociales y que no conciba la política como una profesión. La política no puede ser monopolio de una casta de políticos profesionales que la convierten en un modus viviendi.
Esta otra izquierda no puede tener su centro de gravedad y de trabajo en las instituciones sino que su eje tiene que estar en la calle, en la movilización y en la producción de propuestas sociales y culturales antagonistas. Aquí es donde la izquierda debe tener su eje de acción. Porque no se puede combatir al neoliberalismo y al capitalismo y a la vez gestionar sus políticas.
Esto no quiere decir que no sea necesario trabajar en las instituciones o estar presentes en contiendas electorales. Hay que participar en las mismas para disputar el monopolio de la representación política a los partidos que la tienen. Y tener personas dentro de las instituciones (en los ayuntamientos, en el Parlamento…) es útil como altavoz de las luchas, como altavoz de ideas y propuestas alternativas, como caja de resonancia. Se trata de poner los cargos públicos al servicio de la movilización.
Es necesaria una izquierda independiente de la lógica de las instituciones, que no tenga ataduras financieras ni ideológicas. Hoy las principales organizaciones políticas y sindicales están ligadas a las instituciones y a la banca. Y a menudo dependen materialmente de éstas para sobrevivir.
La izquierda que nos hace falta tiene que mantener su independencia respecto a los gobiernos social-liberales. La colaboración gubernamental con la socialdemocracia no lleva a avanzar en la construcción de otra izquierda, sino todo lo contrario, lleva a retroceder. Tenemos muchos ejemplos que demuestran los fracasos de los gobiernos de la izquierda plural. En Francia, por ejemplo, con el gobierno de Jospin formado por el Partido Socialista, el Partido Comunista y Los Verdes, en 1997, que fue uno de los gobiernos que más privatizó en la historia reciente del país. O en Italia, el gobierno de Romano Prodi y Rifondazione Communista que, después de pocos años de existencia, desencantó tanto a su base social que provocó el retorno de Berlusconi.
En Cataluña, el paso de Iniciativa per Catalunya Verds (ICV) por el gobierno de la Generalitat, con el PSC y ERC, es el mejor ejemplo de cómo la izquierda a construir no puede situarse en una lógica subalterna a la socialdemocracia. El balance global de su gestión, más allá de algunas medidas concretas, no tiene nada que ver con la transformación de la sociedad sino todo lo contrario. La justificación del ecologismo que representa ICV para gobernar con el PSC era el discurso de influenciarlo desde la izquierda, pero la realidad es otra: lejos de arrastrar el partido socialista a la izquierda, ha sido éste quien ha arrastrado a ICV a la derecha y a practicar políticas contrarias a su programa.
En el caso de ICV, esto se ha concretado de forma muy visible en un triple nivel. En el terreno social y económico, mirando hacia otro lado frente a las deslocalizaciones empresariales y privatizando, por ejemplo, parques y jardines en Barcelona ciudad donde ICV esta al frente de esta área. En el terreno medioambiental, claudicando ante la construcción de grandes infraestructuras en el territorio como la Muy Alta Tensión, el Quart Cinturó, entre otras. Y en el terreno de los derechos democráticos, con la impresentable asunción de la Consejería de Interior y al frente de los Mossos de Esquadra, protagonista de fuertes episodios de represión la pasada legislatura.
Es necesario, pues, construir una alternativa que rompa con el monopolio de la representación política que tienen los partidos tradicionales. No hay atajos para construir esta otra izquierda, que será necesariamente fruto de la confluencia entre gentes y organizaciones diversas y resultado de la participación de muchos de las y los activistas de movimientos sociales no organizados que luchan en distintos frentes.
Pero existe todavía hoy una gran desconfianza y escepticismo hacia la actividad política por parte de la mayoría de activistas de izquierdas, como resultado del balance de las experiencias fallidas del siglo XX. Aunque el propio contexto político, la crisis, las dificultades de las resistencias sociales van planteando poco a poco la conveniencia de construir una alternativa política y no limitarse sólo a la actividad social.
La necesidad de construir una alternativa es el debate que tenemos que colocar en la vida política, social y cultural de la izquierda en el Estado español. Y la alternativa que tenemos que construir es una alternativa de ruptura, una alternativa de lucha, no un proyecto político que tenga como objetivo gestionar lo existente.
A menudo, desde diferentes corrientes de izquierdas, se ha intentando conciliar la lógica institucional y la lógica de la transformación: defendiendo la idea de “partido de lucha y partido de gobierno”, pero las experiencias prácticas han demostrado que esto es totalmente contradictorio y acaba conduciendo a la izquierda a una deriva institucional y de gestión.
Hoy en día hacer políticas de izquierdas significa enfrentarse a la lógica del capital, a una lógica que ni siquiera permite hacer pequeñas reformas. Se trata de trabajar para empezar a abrir una brecha en el sistema político, acumular fuerzas e ir generando las condiciones para conseguir una mayoría social favorable a un cambio de modelo.
El objetivo de la izquierda debe ser tomar el poder “sin dejarse tomar por el poder”, sin quedar atrapado por el mismo, como afirma a veces Olivier Bensancenot. Trabajar para organizar la resistencia, movilizar a la sociedad, ir haciendo avanzar las ideas anticapitalistas y construir un proyecto alternativo que algún día pueda ser hegemónico y llevar a cabo una política de transformación real.
Para concluir. La crisis de civilización actual nos coloca ante grandes desafíos. Es preciso reconocer que no tenemos recetas mágicas ni pócimas milagrosas para cambiar el sistema, como afirmaba el filosofo francés Daniel Bensaïd, “no nos engañemos, nadie sabe cómo cambiar el mundo”. Pero tenemos algunas pistas de cómo hacerlo y algunas hipótesis de trabajo: se empieza por indignarse, luego rebelarse y actuar colectivamente.
Y en esta senda de recorrido incierto sobre cómo cambiar el mundo, la obra de personas como José Saramago, son, sin duda alguna, una buena referencia para orientarnos y no perdernos en el camino.
Fuente: *Intervención en las Jornadas “Nos comprometemos con la tierra para seguir recordando a Saramago” en la Universidad de Granada. Sesión “Qué hacer ante las crisis de sostenibilidad” con Juantxo López de Uralde, portavoz de Equo. 28/04/2011.
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