01 abril 2006

Algo sobre mi padre: El Mañungo

Mi padre Manuel Leonidas Guerrero Ceballos nació el 25 de junio de 1948. Cuarto hijo de una familia modesta de ocho hermanos, de pequeño participó en los viajes que realizaba mi abuelo, Manuel Guerrero Rodríguez, periodista y escritor autodidacta, con ocasión de la venta directa de los libros de su autoría. Por medio de ellos conoció desde niño las precarias condiciones de vida del proletariado urbano y rural de Chile, las que eran aliviadas por la tierna compañía de mi abuela costurera, Herminda Ceballos. Un personaje fundamental en el crecimiento de mi papá fue su abuelo, el zapatero Manuel Jesús, quien había sido miembro activo de la Sociedad de Artesanos “La Unión” y de la Federación Obrera de Chile en los años veinte.

En una ocasión, cuando mi viejo era un niño de apenas seis años, se trasladó con su padre donde unos parientes campesinos quienes ensacaban granos de paja trillada para trasladarlos, en carreta, hasta la bodega de una casa. Mi papá entusiasmado ofreció su hombro para que se le cargara un saco. Los campesinos sonrieron y Rosario del Carmen, la dueña de casa, para no desanimar los deseos de colaborar del niño, le confeccionó un pequeño saco que llenó con granos. Él, entonces, entre las risas y congratulaciones de los campesinos pobres, corrió saco al hombro junto a los cargadores simulando un gran peso en su espalda, serio y feliz a la vez.

En otra oportunidad, la familia de mi papá ocupó una casaquinta en Bulnes, donde mi abuelo, conocido como “Don Manuel” se encargaba de preparar y publicar ediciones especiales para el diario “La Discusión” de Chillán, mientras mi abuelita Herminda criaba gallinas ponedoras, cerdos, pavos y gansos para asegurar el alimento. Mis tíos Libertad y Máximo, hermanos mayores del pequeño Mañungo, asumieron la tarea de salir a vender el semanario “El campesino” que editaban los trabajadores del agro de la zona. Mi papá era aún tan chico que no estaba ni siquiera en condiciones de darles de comer a los habitantes del gallinero y del chiquero, sin embargo, ya se sentía preparado para salir a la calle a gritar “¡El Campesinooooo!”. Tal fue su insistencia, que pronto se le pudo ver en noches de lluvia intensa corriendo entre sus hermanos, portando el farol que iluminaba el camino de la pareja infantil que repartía el diario entre los hogares de los trabajadores rurales.

30 marzo 2006

El amor es más fuerte


En este día 30 de marzo de 2006, comparto con ustedes la transcripción de mi intervención improvisada ayer durante la inauguración del memorial "Un lugar para la memoria: Nattino, Parada, Guerrero", realizado en Quilicura, lugar donde encontraron, en un día como hoy, a nuestros seres queridos con sus cuerpos torturados y degollados.

Con amor, razón y fuerza los saludo a cada uno de ustedes que han estado siguiendo conmigo esta conmemoración.

Manuel Guerrero Antequera.
-------
Querida Presidenta de Chile; Queridos familiares de José Manuel, Santiago, y mi papá; Querido compañero Guillermo Tellier, Presidente del Partido Comunista de Chile, partido en el cual militaron nuestros tres familiares; Queridos amigos y amigas:

En estos precisos minutos que estamos compartiendo acá hace 21 años trasladaban a José Manuel y a mi padre, dentro de un vehículo camino, hoy sabemos, al local llamado ‘la firma’ o la Dicomcar en la calle Dieciocho.

Pocas horas antes, a las ocho y media de la mañana, ese 29 de marzo, que cayó día viernes el año 85, yo había llegado al colegio, tenía 14 años y vi en la puerta a mi padre, que recibía a los niños conversando con José Manuel, apoderados del colegio, camaradas de juventud, de batalla por los DDHH de los años ’70, del año 76 en adelante.

Lo saludé y le di un beso, él me llevó a un lado y me dijo “Manuelito, secuestraron a un grupo de profesores de la AGECH y los aprehensores les preguntaron por mí. Poco tiempo antes, secuestraron a un militante comunistas, Arriagada, y también le preguntaron por mí”.

Lo miré atónito, tenía 14 años, pero era suficiente para tener la lógica de decirle escóndete, ándate del país, qué haces aquí en las puertas del colegio, te van a tomar. Me miró y me dijo “no, yo ya salí una vez del país. Ya viví el exilio. Este es mi país, este es mi trabajo, aquí está mi familia. Yo de aquí no me muevo”.

No pude entender, no pude entender. Él estaba con una paciencia, una tranquilidad máxima. Le di un beso y me fui a la sala de clases y a los minutos, escuchamos un helicóptero aterrizar casi en el techo de nuestro colegio, escuchamos un frenazo de un auto, griterío, forcejeo, balazos, silencio. Tomé del brazo a Ignacio, mi compañero de curso, y le dije “es mi papá”.

Entró la presidenta del Centro de Alumnos a la sala, pidió hablar conmigo y me paré y le dije ‘se llevaron a mi papá’. Ella me dijo ‘Sí’ y se largó a llorar.

Lo secuestraron de un colegio; los que se lo llevaron eran Carabineros de Chile, civiles, había un ex militante. El tránsito estaba detenido para que el rapto pudiese ser más fácil, los recursos eran del Estado, el Estado somos nosotros.

Para convivir en sociedad se requiere un mínimo, un mínimo de seguridad que permita que estemos sentados acá, con tranquilidad, sin temor a que este techo se nos venga encima de la cabeza. Se requiere de una seguridad mínima de que si uno deja a sus niños en el colegio, los va a recibir sanos y salvos. Se requiere una seguridad mínima, una certeza ontológica mínima de que podemos ser en esta vida.

Lo buscamos por todas partes. Estábamos en Estado de Sitio, se movió la Iglesia Católica con toda la fuerza que demostró en el compromiso por los DDHH, se movieron los sindicatos, todos los partidos de oposición. Hubo gente de las FFAA que nos llamó para solidarizar, que esto no puede ser, que esto simplemente no puede ser.

Al día siguiente, un campesino los encontró acá. A los tres con los cuerpos torturados, degollados. Yo iba con mi abuelo el sábado en la mañana y vimos los titulares del diario y decía “los encontraron degollados”. Me acerqué y le dije “abuelo, qué es degollado”. Me explicó y me fui a la casa. América, mi hermanita de ocho años, estaba viendo monitos animados, le dije “lo encontraron. Está muerto el papá” y me dijo “Cómo”. Y le tuve que enseñar a una niña de ocho años lo que es degollar.

No, nadie se merece eso, nadie. Terrorismo de Estado. El Estado con la misión de cuidar a sus ciudadanos, de protegerlos, de acogerlos, de ser el útero que los cría, los educa, los mantiene, que los hace producir vuelto contra sus propios ciudadanos.

Sin embargo, el pueblo chileno, las madres, las hijas, las compañeras, las viudas fueron más fuertes. El amor fue más fuerte y salimos todos los viernes al bandejón central frente a La Moneda, en plena dictadura, con el mismo clavel en la mano a exigir justicia.

Fuimos al cementerio, nos jugamos por los DDHH en plena dictadura, creímos en la justicia, los atrapamos, tuvimos misericordia y con Estela, Elena y Owana dijimos que no queríamos pena de muerte, porque creemos en los seres humanos y nadie nace torturador, nadie nace asesino. Eso se educa, se forma, se enseña y eso es lo siniestro. Que un país hermoso y bello como Chile haya educado a ciudadanos a matar a otros conciudadanos.

Todo esto existe y hay que mirarlo a la cara. El terror está ahí, al lado de uno, a las puertas del colegio. Y hay que aprender a vivir con eso, a convivir con eso.

Santiago Nattino, artista, diseñador gráfico dedicó su vida al arte comprometido. Él diseñó el logo del Fasic, que es un logo cristiano, un pez. José Manuel parada, sociólogo, dedicó las ciencias sociales a crear una gran base de datos con testimonios de DDHH. Mi padre, Manuel Guerrero, educador, dedicó su vida a una educación distinta. Ese es el recuerdo.

El 29 y el 30 de marzo es un shock, una señal para todos de ayer y de hoy, no es un problema del pasado, es un problema de mañana, pero el recuerdo es un recuerdo de lucha, de compromiso, el recuerdo de las ciencias sociales trabajando por la humanidad, del arte comprometido, de la educación generando gente nueva, unida, sin divisiones ni exclusiones.

Yo me saco el sombrero frente a Estela, la señora Elena, Owana, mi mamá, frente a América, Javiera y los tres hijos de Santiago. Aquí estamos sin odio, nada, ni una pizca de ánimo de venganza, tranquilos como el agua, simplemente compartiendo con nuestros familiares y la Presidenta porque creemos en el ser humano, incluso en aquellos que estuvieron acá asesinando.
Por eso, estamos por la justicia, por eso no vamos a parar, vamos a continuar hasta que aparezcan todos nuestros hermanos, familiares y tíos detenidos desaparecidos, hasta que se haga justicia plena en Estado de Derecho, con debido proceso, porque no se trata de nosotros, se trata de todos.

Estas tres sillas van a permanecer acá, porque los niños que vayan al aeropuerto, sean hijos de la familia que sea, de los colores políticos que sean, civiles o militares, van a preguntar "papá, mamá, ¿por qué hay esas tres sillas?" y ahí va a aparecer Manuel, José Manuel, Santiago y algo de lo que nosotros hicimos.

Algún día nos vamos a poder abrazar. Por mientras, estas sillas nos recuerdan que esto fue posible, pero que también es posible amar.