Cada cierto tiempo la muerte ronda en el país, o tal vez jamás se ha retirado del todo, y vuelve a mostrarnos su rostro con la fuerza característica de la violencia: la irreversibilidad. Hace no mucho un obrero forestal murió acribillado por balas de Carabineros, quienes dicen dispararon en defensa propia. Tras el once de septiembre recién pasado murió un cabo de Carabineros luego de recibir una bala en la cabeza. El trabajador forestal tenía apenas 26 años de edad y el cabo solo 34. Rodrigo Cisternas y Cristián Vera. Ambos dejan viudas atrás a cargo de menores de edad que crecerán sin las figuras de sus padres presentes.
Nuevamente una subametralladora y un revolver, otra vez la lógica del amigo y el enemigo, y la espiral parece que se enciende, y no falta quien, por lado y lado, casi celebra que hayan nuevos mártires. Algunos traerán a colación eso de que “él se lo buscó, en algo andaba” o “eso le pasa por ser paco”. Dos trabajadores caen abatidos por la fuerza de la tecnología puesta al servicio de la neutralización del otro, mientras la mayoría está preocupada de que al fin Chile le gana a Austria jugando al fútbol.
Ser para la muerte de una sociedad que teniendo todos los recursos a mano para desarrollarse y lanzarse a conquistar su felicidad con mayor libertad e igualdad, se extravía en la maravilla de la acumulación y el consumo, mientras la cuota de muertos parece ir al alza. La Moneda es cercada y las mujeres viudas, hermanas e hijas de detenidos desaparecidos son arrestadas en su frontis, no vaya a ser cosa que si acceden más allá de lo que las vallas permiten alteren el orden público y pongan en riesgo la paz social. Hubo políticos dignos que renunciaron por menos que eso, como don Fernando Castillo Velasco a principios de los noventa que dejó su cargo de Intendente por no estar dispuesto a firmar un decreto que prohibiría una marcha junto al Palacio de Gobierno de las agrupaciones de derechos humanos y el Partido Comunista con motivo del 11 de septiembre.
Ser para la vida es lo que debiera guiar la convivencia, el siendo juntos. La confianza y no el temor. Y no cabe duda que el carabinero que disparó, tal como el obrero que protestaba, así como quien baleó al cabo que murió, forman parte de la mayoría pobre y sacrificada del país. Pueblo contra el pueblo, unos de overol y otros de uniforme, vidas que día a día se apagan y cuyas estadísticas no afectan los índices macroeconómicos. Pareciera que sobraran, que están demás, que son desechables.
Esta violencia no es individual, no nos viene transmitida en forma genética. Es social, personas que son suicidadas por su sociedad. Un hijo de ejecutado político lanza su hija pequeña por el balcón en medio de una discusión con su pareja también víctima de la violencia política. Una recién convertida en madre, profesora de danza, muere por septisemia entre sus amigos que la atienden sin conocimientos en una comunidad alternativa que no desea tener contacto con la institucionalidad de la salud oficial porque consideran que es ésta la que los lleva a la muerte. Un obrero dirigente sindical pierde el ojo en una marcha del primero de mayo donde autoproclamados defensores de los trabajadores lo atacan porque consideran que los sindicatos ya no defienden a los trabajadores.
La muerte no se ha ido y nuevos hijos e hijas pierden a los suyos en forma irreversible. "Su muerte no ha sido en vano" dirá alguien en algún discurso. "Es culpa del Gobierno, es culpa de la izquierda, es culpa de la derecha, son los milicos, Bush, es la raza, es el calentamiento global", dirán otros.
Y esos niños crecerán y muy pocos estarán en condiciones de atravesar el desierto del terror y llegar ilesos a alguna orilla firme, amable y humana. Nuevos hijos se armarán de una subametralladora y un revolver, y usarán algún uniforme, verde, rojo o negro, y empuñarán un arma o levantarán el puño cerrado. Vivirán el don de la vida a puño limpio. Muy pocos serán capaces de mirar el horror al espejo y ver en sus propios rostros a la humanidad dañada, y darse cuenta que son las condiciones sociales imperantes las que nos arrojan a matarnos siendo que todos somos lo mismo, seres que decimos llamarnos humanos. Que difícil asumir que la solución no pasa por la eliminación del otro, sino por la transformación activa y creativa de aquellas condiciones sociales que nos fijan y objetivan como opresores y oprimidos, víctimas y victimarios. Y habrá, como siempre, resistencia para hacer los cambios.
Lo más fácil, aparentemente, es dotarnos de más armas, de imponer respeto a través de la represión, incrementando la vigilancia, el control, el castigo, la exclusión. Pero no. La violencia, ya sea en su forma institucionalizada o desde el margen, solo genera más violencia. Es un eslabón que se encadena a otro, que se potencia, y termina reventando en las manos de su propio autor. Solo el trabajo social cotidiano, integrador, justo, equitativo y amable permiten revertir lo que causa la violencia. No la represión, tampoco la agudización de las contradicciones. Más humanidad, ¿tan imposible es?
La muerte vuelve a tomar la iniciativa en contra de la palabra, el debate, el argumento, la razón y el corazón digno, que no se rebaja a repetir en su accionar aquello que critica. Y la realidad se torna tan dura que estas palabras que escribo ya creo que comienzan a ser vistas como blandas, amarillas, entregadas, traidoras, enemigas. Pero algunos de quienes conocemos la muerte de cerca no nos cansaremos de insistir aunque sea inconducente: vivamos la vida para vivir y dar vida, nunca quitarla. Con la muerte, inexorablemente y siempre, perdemos todos.
(Publicado en La Nación, edición impresa y digital, el 13 de septiembre 2007)
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