22 marzo 2007
[Algo sobre mi padre] Llamadas anónimas
En noviembre de 1976, la dictadura decidió, como gesto hacia Naciones Unidas, liberar a los presos políticos reconocidos que estaban en los distintos campos de concentración del país. El Ministerio del Interior publicó la nómina de personas y los familiares de cientos de presos se abalazaron sobre ella con la esperanza de ver ahí el nombre de su querido o querida. Nosotros hicimos lo mismo y ahí aparecía el nombre de papá junto a otros 129 prisioneros. El corazón latía a toda velocidad mientras toda la familia partió a recibirlo tras los portones de Tres Álamos.
Salían uno a uno los presos y las esposas, madres e hijas los abrazaban con mucho cuidado por el estado en que se encontraban. Nosotros levantábamos el cuello intentando ver a papá, pero no salía. Será cosa de tiempo, paciencia. Pero nada ocurrió. Mi mamá agitaba en su mano la lista de presos liberados y se las mostraba a los militares que custiodaban el campo de concentración, pero nada. Mi padre había desaparecido sin dejar rastro.
¿Qué hacer? Buscar nuevamente, ir a tribunales, a los ministerios, a todas partes a golpear puertas e intentar sensibilizar corazones de uniforme para que entregaran alguna información. Pero nadie sabía nada. La angustia fue absoluta, el temor a que hubiese sido castigado con la muerte por sus denuncias de tortura y maltrato comenzó a parecer una hipótesis plausible.
Un mes antes, en octubre, había nacido mi hermana América mientras mi padre continuaba preso en Tres Álamos. Mi madre no tenía con quien dejarme cuando la noche del 1 de octubre tuvo claro que ya se tenía que ir al hospital a parir. Yo estaba durmiendo y una inquietud punzante me hizo despertar. Llamé a mamá y nada. Llamé a mi abuela y nada. Me levanté a oscuras con mis seis añitos a cuesta y recorrí la casa. Pero nada. Miré hacia la calle y no transitaba ningún vehículo por el toque de queda.
Nietzsche alguna vez escribió que la experiencia de la libertad es angustiante, pues nos sentimos huérfanos cuando como humanidad nos damos cuenta que dependemos de nuestras propias decisiones, pues no existe un destino que ordena nuestra existencia de principio a fin. Exactamente esa fue la sensación que tuve. Un desamparo colosal, un sentimiento de estar abandonado a mi mismo en un bote a la deriva en medio del oceáno.
Recién había comenzado primero básico, había aprendido a deletrear frases no complejas, pero no había ningún mensaje junto a mi almohada, ni al lado del teléfono, nada. Solo sabía que papá estaba preso, que las visitas eran los domingos, que mamá... ¿dónde estaba mamá? Decidí buscar en la libreta telefónica de mi abuela y reconocí el nombre de mi tía. Identifiqué los números, marqué y le conté que estaba solo, que alguien viniera a verme o qué debía hacer. Mi tía me pidió tranquilidad y que mi tío me iría a buscar en auto. Ahora que pienso hacia atrás me imagino la cara de mi tío al saber que debía salir en pleno toque de queda a recoger a su sobrino mientras mi padre seguía preso y de mi madre no se sabía nada...
Espere paciente en pijama hasta que ví el auto de mi tío que venía con la ventana abajo con una bandera blanca en la mano. Me llevó al vehículo y mientras pasábamos al lado de militares que le pedían su identificación me relató que mi madre tuvo que salir a prisa al hospital porque había roto aguas. Fuimos al hospital, mi tío me fue a dejar a casa de mi tía y luego se dirigió a Tres Álamos. Habló con el guardia quien a su vez le dijo a alguien al interior del campo de prisioneros. Y así, ese primero de octubre de 1976 a mi padre lo despertaron y un militar amablemente le gritó a la cara: "Guerrero, tuviste una hija, conchetumadre". Y así supo que todo había salido bien con la Vero.
Pero ahora había desaparecido nuevamente. Y como la vez anterior mi madre recibió una bendita llamada anónima. "Señora, busque en Puchuncaví". ¿Puchuncaví, en la V Región? De madrugada mi madre me tomó de la mano, y junto a mi abuela materna y mi recién nacida hermana América de un mes de edad, viajamos a Puchuncaví, pero sólo encontramos un campamento vacío y buses que se llevaban a todos los prisioneros para su liberación. Pero al llegar al portón del recinto militar de la marina, de mi padre nuevamente nadie sabía nada. Señora el campamento está vacío, usted acaba de ver que salieron todos los que estaban aquí. Pero ¿podemos entrar a revisar?, preguntó insistente mi madre. No señora, no hay nada que revisar. Ahí nos quedamos sin saber. Esperando nada. Solo confiando en una voz anónima. ¿Y si fue una broma macabra?
De pronto un jeep de la armada salió raudo desde otra salida del campamente. En la desesperación mi mamá me tomó de la mano y junto a mi abuela se paró en medio de la ruta que debía recorrer el Jeep. Si no nos entregan a tu padre hasta aquí llegamos todos no más, dijo mientras el vehículo avanzaba a toda velocidad hacia nosotros. Cerré los ojos y solo quise estar en nuestro antiguo departamento en La Florida, ir al colegio para luego regresar y junto a mi padre ver un partido de tenis por televisión mientras comíamos una casata de helado.
El Jeep se detuvo ante nosotros. Indignado el oficial que iba junto al chófer se bajó a incriminar a mi madre, pero ella me había soltado para correr a la parte trasera del auto. Y lo que vió la trajo en un segundo a la vida: Ahí estaba mi padre, delgado y pálido, con los ojos incrédulos de lo que veía. Pues de la nada había surgido su compañera, su hijito, y su suegra con un bebé en brazos. Un milagro, una alegría intensa a pesar que lo tenían vigilado con marinos armados hasta los dientes.
Nos subieron a todos al vehículo y nos llevaron detenidos al Fuerte Silva Palma de Valparaíso. Mi madre le mostró a la autoridad naval que nos recibió la publicación del Diario Oficial en que el nombre de mi padre aparecía entre quienes debían ser puestos en libertad, a lo que le contestaron que debía tratarse de una equivocación, por que a él se le seguía un sumario en la fiscalía militar en Valparaíso, pues se le acusaba del delito de calumnia por denunciar que había sido torturado por agentes que pertenecían a la armada...
A mi padre lo pusieron en una celda solo, y nosotros estuvimos durante dos días y una noche en un calabozo repleto de jóvenes marinos que habían sido convertidos en prisioneros de guerra por negarse a colaborar con el golpe militar y la represión. Muchos de ellos hoy están detenidos desaparecidos y yo considero que son Héroes de la Patria.
Sólo el día 19 de noviembre de 1976 mi padre pudo finalmente salir libre cuando el Juzgado Naval de Valparaíso certificó que no había cargos en su contra.
Libre, al fin. Sin angustia. Con nosotros otra vez, vivos. Ya podríamos volver a casa a ver tenis por televisión. Junto a papá, para siempre.
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Un testimonio hermoso de amor a la vida dejó mi padre escrito sobre el período en que estuvo en el campo de concentración de Cuatro Álamos. Lo puedes leer en Conversando con las paredes
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