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La cultura del cambio
A primera vista, confunde que los dos principales partidos políticos de Cataluña utilicen el cambio como uno de sus lemas electorales (PSC: El canvi real, CiU: Comença el canvi). Sin embargo, esta apelación común al cambio es sintomática de una cierta cultura de la globalización. Aparentemente ligada al ideal de emancipación de finales de la década de 1960, la alusión constante a la ruptura y a la modernización responde a una era dominada por la idea de movimiento y algunos conceptos que le van asociados: dinamismo, liderazgo, autonomía, reto, ambición y éxito. Estos valores, sin duda exacerbados por la globalización, no son más que las leyes de la economía de mercado que han dominado el mundo en los últimos tiempos y que han logrado penetrar en la vida íntima de los ciudadanos.
En efecto, la fuerza del capitalismo ha sido tal que ha contaminado nuestra intimidad con el lenguaje de la empresa privada: el ciudadano es el artífice de su propia transformación (de su "cambio") y, para tener una vida realizada, debe "gestionar" bien su tiempo, su cuerpo, su familia, su trabajo. Apoyada por una popular literatura del coaching, la ideología del "todo es posible" o el "querer es poder" se ha infiltrado en nuestra vida personal, de tal manera que el que no alcanza sus propósitos o su felicidad es porque no ha sabido, no ha podido o no ha querido utilizar correctamente los instrumentos que el mundo de la gestión ha puesto en sus manos. La cultura del management es, pues, tremendamente culpabilizadora en la medida en que acentúa la responsabilidad del ciudadano sobre su propio destino. Se trata también de una ideología que agudiza la individualización de una sociedad ya muy atomizada: todo depende de uno mismo, de nada sirve el entramado familiar, social e institucional.
Quizás la crisis económica podría forzarnos a desenmascarar las trampas de este lenguaje, la institucionalización de una mentira que encuentra su máximo esplendor en el lugar de trabajo. El management nos exige al mismo tiempo compromiso y flexibilidad, pero ¿cómo es posible implicarse a fondo en una tarea y a la vez estar dispuesto a cambiarla de un día para el otro? ¿Cómo combinar autonomía y obediencia? El credo dominante nos exige implicación subjetiva en el trabajo, que además se supone que es la principal fuente de desarrollo personal. A su servicio tenemos una serie de soportes tecnológicos (ordenadores portátiles, blackberries y todo tipo de dispositivo móvil) que permiten alimentar nuestro compromiso e hiperconexión. El ciudadano se encuentra, pues, atrapado en unas contradicciones que le exigen cada vez más sin saber de límites físicos. Nunca antes habíamos sido tan libres y nunca como ahora nos hemos sentido asfixiados. Algunos expertos apuntan que, con la debilidad de los sindicatos, la mediación en el trabajo habría desaparecido y el conflicto de clases se habría trasladado al interior del ciudadano: el individuo estaría en lucha con su propio cuerpo. Esta tensión explicaría el estrés y la depresión vinculados al mundo laboral, e incluso situaciones tan dramáticas como los suicidios cometidos en el lugar de trabajo.
Este ciudadano a la carrera y abrumado por la difuminación de los límites entre lo público y lo privado es el mismo que, según todas las encuestas, considera que el paro y la situación económica son el principal problema de Cataluña. En el marco de este malestar y de una crisis económica sin precedentes se celebrarán las próximas elecciones. Más que apelar a un "cambio" en abstracto, los partidos políticos podrían tener el coraje de redignificar lo público y dejar de pelearse por el número de departamentos por suprimir. El verdadero cambio consistiría en redescubrir la cultura de los límites, deshilvanar el lenguaje extremo del capitalismo y restaurar la confianza del ciudadano en sí mismo, en los otros y en las instituciones, que finalmente es la piedra angular que nos constituye en sociedad.
Judit Carrera es politóloga.
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