“Herido de bala, con la vista vendada, las manos esposadas a la espalda y la angustia dentro, me ordenaron bajar. Después del camino de tierra, el vehículo ingresó a un lugar campestre, traspasando un gran portón de fierro, arrastrándome retrocedí. El roce del cuerpo por el piso ahondó el dolor. Dificultosamente me paré. Giraba todo alrededor. Sentí que estaba en medio de un remolino que me volteaba. Las piernas eran de plomo. Parado en ese lugar, a oscuras y maniatado, la soledad comenzó a hacerse patente.
“'Camina, huevón’. Avancé a ciegas y caí desvanecido. Recobré los sentidos. Me pararon y empujaron. Di algunos pasos, me sostenían por los brazos. ‘Entra’. Caminé y la cabeza se estrelló contra un muro. El dolor fue intenso. ‘Tenís que agacharte, tonto huevón’. Lo hice. Había olor a limpio. Captaba espacios amplios. Seguimos avanzando. Trastabillaba, tropezaba, caía.
“Cada golpe provocaba la hilaridad de los verdugos. ‘Baja’. Calculé una escala y el paso para un escalón. Estrepitosamente caí. El cemento de la escala golpeó mi cuerpo. Por fortuna era corta. Entramos en una sala como gimnasio. Las voces retumbaban. Existía agitación, movimiento, varios hombres y mujeres hablaban. Una radio sintonizada tocaba fuerte. Era música de supermercados, como llamaba a esas melodías un amigo. Entre disco y disco, daba mensajes de la Junta invitando a incorporarse a la reconstrucción nacional. Me sentí torpe y voluminoso.
“Esperaba. Nadie decía nada. Parecía que se habían olvidado de mí. Pasaron los minutos; la debilidad aumentaba. La boca la sentía enorme y áspera. Quería dejarme caer. No lo hice. Fueron momentos de duda, pensaba: si hago tal cosa puede resultar esto o aquello. La expectativa era dramática. Como en diferentes ocasiones anhelé abrir los ojos y encontrarme en otro lugar.
“Aguardé el golpe que podía venir. ‘Sáquenle la ropa’. Abrieron las esposas, me sobé las muñecas. Me empezaron a sacar la ropa. Seguí con la vista vendada. Fui empujado hasta el borde de una tarima, camastro liso o mesa. ‘Súbete’. Con trabajo lo hice. Quedé tendido de espalda. Desnudo, con los ojos vendados, acostado sobre una cubierta fría y dura -como de latón o baldosas- terriblemente dolido, mi angustia se desbordó. A pesar de mi oposición, las lágrimas rodaban por las mejillas. El cuerpo brincaba, me estremecía.
“Recordé el bolsón escolar de mi hijo. Debían estar examinándolo, abriendo sus forros y tapas. En la orfandad renació la ira. Balbuceé las primeras palabras después de la agresión: ‘Ahí tienen lo que buscan, los cuadernos de mi hijo les van a servir harto’. Un golpe de puño, seco, recibí en la herida. ‘Cuenta ahora, concha de tu madre’. Grité de dolor. Mordiendo las palabras contesté preguntando. ‘¿Qué quieren que les cuente?’. ‘Todo pu’s huevón’. ‘No tengo nada que contar’. Esperé otro golpe. Llegó y fue más violento. Del pelo a los pies me sobrecogió el dolor. La herida manaba más sangre.
“‘Vos creí que somos aprendices, hijo de puta, si te buscamos fue por algo. Si querí tirarte a choro te vai cortado. Por lo demás, ya estái harto cagao’. Otra vez me dejaron. Algunos se alejaron y a otros los supuse al lado. Reían, bebían café, hablaban de la OEA mofándose de las discusiones sobre los derechos humanos. ‘Eso es puro hueveo, igual hacemos lo que queremos…’”.
Hasta ahí el relato de un joven profesor normalista que fue secuestrado por agentes del Estado, cuando de la mano de su esposa embarazada iba a recoger a su hijo de seis años para llevarlo al colegio en 1976. El testimonio es sólo un fragmento de la pesadilla que vivieron miles de personas que, en virtud de su compromiso con llevar a la práctica cambios sociales que beneficiaran a las clases trabajadoras, fueron convertidos en detenidos desaparecidos en Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Pues más allá de lo que puedan decir las retóricas que semantizan los golpes militares como “descarríos de la historia”, lo cierto es que las torturas, ejecuciones y desaparición forzada de personas fue el modo racionalmente planificado en que las Fuerzas Armadas y de Orden, impulsadas por sectores de las clases pudientes y el Gobierno estadounidense, pusieron violentamente fin a proyectos de sociedad de contenido democrático populares.
Por ello a nadie debiera extrañar que quienes engrosan las listas de las víctimas de las dictaduras sean obreros, campesinos, indígenas, empleados, profesionales, pequeños y medianos empresarios, mujeres y jóvenes, que son los sectores sociales eternamente postergados por las políticas de modernización capitalista en América Latina.
No hay forma de devolverlos a la vida, pero en un acto de mínima justicia, cada 30 de agosto contamos con el Día Nacional del Detenido Desaparecido, en que el país oficialmente recordará lo que son capaces de hacer nuestras Fuerzas Armadas y de Orden cuando son socializadas en las lógicas del enemigo interno, la intolerancia y el clasismo. Recordaremos además los límites que debemos poner ante la injerencia extranjera cada vez que se vea afectado nuestro derecho a la autodeterminación. Pero, lo más importante, contamos con un día en que, apoyados sobre el firme soporte que nos brinda la memoria colectiva, reafirmaremos el compromiso con la causa de la democracia y la justicia social, forma en que estoy seguro quisiera ser recordado aquel joven profesor que no pudo entregarme el bolsón escolar esa mañana de 1976.
No te preocupes papá, no necesito mis cuadernos. La lección ya está aprendida.
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