Por Diego Tatián* // Pensar la relación entre el conocimiento y la política remite a uno de los nudos centrales que aloja toda sociedad humana, y que adopta especial dramatismo en momentos en los que una colectividad se halla afectada por un proceso de transformaciones profundas. En el siglo XX, tanto el nazismo como el estalinismo pusieron en marcha experiencias de politización de la ciencia, subsunciones del Saber al Poder que dieron lugar a expresiones como “ciencia aria” o “ciencia proletaria”, para llevar adelante una batalla contra las formas “judía” o “burguesa” de concebir el mundo. Correlativamente, la universidad quedaba allí subordinada al Estado en tanto instrumento ideológico en la tarea de producir una nueva sociedad.
La tradición ilustrada, por su parte, acuñó la noción de “autonomía” y en base a ella una manera de entender la universidad que tiene su texto canónico en El conflicto de las facultades (1798), donde el viejo Kant postulaba la libertad irrestricta en la indagación filosófica, sustraída por su misma naturaleza a toda forma de censura ejercida desde el poder político, y concebía a la Facultad de Filosofía –en su tiempo abarcaba más o menos lo que hoy llamamos ciencias sociales–, en analogía con la Asamblea Nacional de 1789, como “el ala izquierda en el Parlamento de la ciencia”.
Referida a la libertad para pensar y producir conocimiento, la noción de autonomía tuvo una larga deriva histórica hasta llegar a la revuelta estudiantil de 1918 y convertirse en el corazón mismo de la universidad reformista argentina. ¿Qué estatuto reviste este concepto hoy? ¿Qué puede querer decir por otra parte que las universidades, según revelan sus siglas (a excepción de la UBA, que perdió la “n”), son “nacionales”? Esto último no puede sólo significar que los recursos que las sostienen provienen de las arcas públicas, ni el concepto de autonomía equivaler a una inmunización respecto de los dramas sociales en los que la universidad se halla necesariamente inscripta.
Por lo demás, la expresión “universidad nacional” encierra una fecunda contradicción entre los términos, pues significa tanto como decir universalidad nacional. Interesa mucho preservar esta tensión, donde uno de los conceptos potencia al otro. Interesa mucho, pues, no liquidar la complejidad atesorada en esa expresión (que podemos extenderla a “universalidad y proyecto nacional”) y estar dispuestos a un pensamiento que incluya todas las mediaciones que sean necesarias, así como a su composición en un internacionalismo afirmativo y alternativo a la actual lógica supranacional del capitalismo que procura inscribir a la educación en el circuito del consumo a distancia, como cualquier mercancía. Participación de la universidad nacional en una red global contrahegemónica –según sugiere Boaventura de Sousa Santos–, y por qué no en la constitución de una Internacional Universitaria de contrahegemonía activa.
Igualmente, el anhelo de una universidad popular, además de pública, incorpora al estallido de otros derechos civiles, sociales, económicos o sexuales que se verifica en la Argentina como nunca antes en su historia, lo que el rector de la UNGS, Eduardo Rinesi, llama el “derecho a la universidad”, para cuya implementación deberán crearse las condiciones materiales –y no sólo las garantías formales– que permitan el goce del conocimiento y la apropiación de las universidades por sectores populares hasta ahora excluidos. El tratamiento parlamentario y la puesta en marcha de una Asignación Universal Universitaria –viejo proyecto del ex presidente Kirchner que apuntaba en esa dirección– pondría a la Argentina en la vanguardia mundial de la equidad educativa y a la altura del más verdadero espíritu de la Reforma.
Si bien la democratización del ingreso y la permanencia resulta crucial para una universidad autoconcebida como bien público capaz de detectar y enfrentar formas elementales de discriminación hacia el interior, tanto como de desmontar por el pensamiento formas más sofisticadas que se amparan en la ideología del mérito –palabra que por lo general sólo traviste el ingreso económico–; y si bien la implementación de políticas de retención que minimicen las desigualdades revisten una gran importancia institucional, cualquier paso por las aulas de ciudadanos que por razones diversas no pueden permanecer en ellas hasta concluir sus estudios redunda en una mayor calidad de la sociedad civil, en cuanto los lenguajes y saberes allí obtenidos –por fragmentarios que pudieran ser– impactan de diverso modo en la opinión pública, en los circuitos laborales, en las innumerables decisiones políticas que son tomadas en el interior de un colectivo social. Y sobre todo vuelve más libres a las personas que, aunque fugazmente, pudieron acceder a los estudios universitarios.
Todo ello supondría a su vez una cultura de autoevaluación compleja, en ruptura con la requerida por el mercado trasnacional de los saberes que establece como criterio decisivo de supervivencia académica, tanto de docentes como de universidades, la cantidad de publicaciones en revistas consideradas de alto impacto. Requiere, en efecto, una libertad –más que un complejo de inferioridad– respecto de los indicadores en virtud de los cuales suele establecerse el ranking de universidades –en general, los mismos que las universidades periféricas han introyectado para evaluación de sus docentes–.
El desinterés por la democracia social implícito en el modelo de universidad que busca imponer el mercado educativo global –según el cual es el mercado mismo la única dimensión pública legítima que concierne a la universidad– se articula asimismo a un desmantelamiento de la universidad democráticamente organizada, en la que docencia, investigación y extensión no se hallan alienadas del propio gobierno y las decisiones acerca de la orientación que debe seguir todo lo que la universidad piensa y produce.
La imposición del paradigma neoliberal conlleva pues una escisión entre las actividades consideradas específicas al conocimiento y su transmisión por una parte, y su gestión institucional por la otra; una desresponsabilización política de la comunidad universitaria, que deberá de ahora en más encomendar su “administración” a gestores de recursos, humanos y financieros, conforme un modelo de organización empresarial donde las funciones se hallan profesionalizadas: “Estricta separación –dice Sousa Santos– entre administración, por un lado, y docencia e investigación, por otro”.
En ruptura con la captura del conocimiento por la mercancía y con las relaciones sociales que comporta, la universidad y el derecho a ella no abjuran de ninguno de los términos más arriba mencionados: universal, nacional, internacional, autónoma, popular..., más bien los conjuga sin caer en tentaciones sacrificiales. No entrega la idea de autonomía, la preserva y la reinventa como capacidad de afectar y ser afectado, como ejercicio colectivo de una libertad positiva, como república de razones y reino de la crítica, nunca como mero resguardo de interferencias sociales ni como asepsia que mantiene una nobleza académica a salvo de las borrascas de la historia. Autonomía no es tocar la lira mientras Roma arde, sin saber que Roma arde y sin saber –lo que es aún peor– que se toca la lira. Autonomía no equivale a soberanía ni convierte a la universidad pública en un imperio dentro de otro imperio.
Recuperar el concepto de autonomía y disputárselo al liberalismo (o “liberismo” más bien) académico –que lo malversó convirtiéndolo en una pura heteronomía del mercado y en un sistema autorreproductivo de privilegios– reasegura a la universidad de la Politisierung, a la vez que le permite asumir de manera lúcida y explícita el contenido político que encierra siempre la enunciación de nuevos significados, la producción de saberes y de intervenciones públicas.
La universidad como atención por la vida no universitaria y por experiencias que tienen lugar al margen de su ámbito dota a la autonomía de una “heterogeneidad” irreductible a heteronomías (profesionalistas, empresariales o estatales) que pudieran vulnerar su libertad de intervenir, de transformar y de pensar. El adjetivo heterogénea busca designar aquí una universidad sensible a una pluralidad intelectual, estética y social de la que toma sus objetos, y por la que se deja afectar.
Así comprendida, la heterogeneidad universitaria reconoce una responsabilidad que se ejerce como resistencia a la imposición de una lengua única, o mejor aún: acto de invención en la lengua y el saber (imaginación de saberes “improductivos” en sentido marxiano del término; producción científica inapropiable por el Capital...) que permite sustraer el estudio, el producto del estudio, la forma de vida dedicada al estudio, de la “ciencia politizada” que impulsan los grandes centros de financiamiento y los organismos internacionales de crédito como si se tratara de una pura neutralidad.
Pero además admite en su propia reflexión la tarea paradójica acerca de “cómo hablar no universitariamente de la universidad” –según la expresión del filósofo chileno William Thayer–, que acompaña necesariamente la interrogación acerca del modo y posibilidad de un pensamiento y un poder instituyentes orientados a una reinvención. Lo que no equivale en absoluto a constituir la universidad como objeto de una disciplina específica de estudios universitarios, según se desarrolla actualmente con particular intensidad. La investigación universitaria sobre la universidad (que se expresa hoy en un creciente número de coloquios y publicaciones) puede ser una cancelación de todo conflicto de las facultades en favor de una homologación disciplinaria puramente instrumental, que nada tiene que ver con un anhelo de universalidad y que prescinde de la interrogación por el saber y sus sentidos, por las condiciones de un saber del saber.
Conforme esta acepción que pone en obra una contigüidad del conocimiento y la vida, “autonomía heterogénea” equivale a decir que la universidad no es instrumento ni objeto de poderes que son exteriores a ella (entre los cuales los del mercado son los que más la amenazan con reducirla a estructura prestadora de servicios e insumos), sino sujeto cuya vitalidad crítica conjuga conocimiento e interrogación por la justicia, y cuya indagación del libro del mundo desde una encrucijada universal y nacional, sensible a la irrupción de derechos desconocidos, mantiene abierta la cuestión democrática –que no va de suyo por la sola vigencia de un Estado de Derecho y que requiere la autoinstitución ininterrumpida de una voluntad colectiva y una inteligencia común–.
* Profesor de Filosofía Política (UNC).
FUENTE: Página 12
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