12 julio 2007

La Suprema impasible

En las sociedades democráticas deben ser muy pocas las personas que estén dispuestas a defender argumentos que vayan en contra de la división de poderes del Estado, que junto a la constitución de los derechos fundamentales es uno de los principios que caracteriza el Estado de Derecho moderno, muy valorado ante las experiencias totalitarias que atravesaron el siglo XX. El equilibrio entre los diversos poderes y la existencia de un esquema de frenos y contrapesos, deben asegurar que ninguno de los órganos detentadores del poder público esté situado jerárquicamente por encima de los otros. Para que ello opere, sin embargo, han de existir mecanismos que protejan a cada poder contra la injerencia indebida de los otros en el ejercicio de sus atribuciones, al mismo tiempo que se hacen necesarios mecanismos de control recíproco entre los poderes estatales, a fin de que ninguno de ellos llegue a ejercer sus funciones de modo ilimitado. Existiendo tales mecanismos, el ejercicio de la autonomía de cada poder se vuelve en garantía de un Estado de Derecho maduro.

Chile ha tendido en los últimos años a acercarse a este ideal regulativo. Sin duda es muy distinta la forma en que operan los poderes del Estado en democracia que cómo lo hacían bajo dictadura. ¿Pero es ello suficiente? ¿La creciente autonomía de los poderes es indicador exclusivo para evaluar la madurez de un régimen democrático? Responder afirmartivamente implica sostener la primacía de lo formal por sobre contenidos materiales que, a mi juicio, también deben poseer las prácticas democráticas para preciarse de tales. Visto así, el régimen democrático chileno no solo no es perfecto, como cualquier democracia, sino tremendamente frágil.

Tomemos el caso del poder judicial. Éste, en forma persistente, salvo honrosas excepciones, pareciera tener por principio operativo la reproducción de la impunidad en casos de violaciones graves de Derechos Humanos. Y si suena exagerado y reiterativo el concepto de "impunidad", puedo asegurar que no es por causa de estar atrapado en una compulsión a la repetición de lo mismo, sino porque la práctica reiterada del máximo tribunal de la nación no ofrece muchas alternativas de descripción de su conducta. Es cosa de ver lo que acaba de resolver respecto del ex presidente Alberto Fujimori.

En efecto, a pesar de que el peruano-japonés enfrenta acusaciones de graves violaciones de Derechos Humanos y de corrupción, la Corte Suprema ha decidido rechazar su extradición al país vecino que lo reclama para juzgarlo. Y como ha insistido Amnistía Internacional, las autoridades chilenas tienen el deber según del derecho internacional de otorgar la extradición de Fujimori a Perú, o investigar las acusaciones de violaciones generalizadas y sistemáticas, que incluyen homicidios, desapariciones forzadas y torturas, prácticas de terrorismo de Estado de las cuales nuestro país tiene memoria cercana, por lo que es de suponer que sus poderes públicos poseen una sensibilidad especial ante su ocurrencia. Sin embargo, no es así. El Estado chileno no lo extradita y tampoco investiga, decisión con la que se vuelve cómplice de los efectos sociales de tales crímenes de lesa humanidad: la denegación de justicia a las víctimas.

Queda entredicho entonces la calidad de nuestra democracia. Pero la decisión, sin odio y sin amor, del juez Orlando Alvarez tiene al menos la virtud de dejar en claro que haber conquistado la autonomía de los poderes del Estado que estaban insoportablemente intervenidos durante la dictadura militar no es garantía suficiente para asegurar el ejercicio de una democracia como Dios manda. Pues mientras la protección y promoción de los Derechos Humanos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales no sea la columna vertebral, el piso ontológico básico del operar de los poderes públicos, no basta contentarse con que "las instituciones funcionen". Y para darse cuenta de aquello no se requiere volver al espíritu de las leyes de Montesquieu. Basta con asomarse a los testimonios de las familias peruanas que reclaman por el destino truncado de sus deudos. Claro, siempre y cuando se tenga la capacidad de padecer y sentir.

Publicado en El Mostrador

2 comentarios:

azeta dijo...

Estimado Manuel,
a lo que te refieres es a un informe de un Ministro y no a la decisión del caso por la Corte Suprema. Esto aún está pendiente, entonces habría que guardar los comentarios para ese momento.
Aunque sea muy probable que la Corte Suprema confirme el informe en cuestión, aún es posible que lo extradite.
Lo de la teoría de los contrapesos, importada de Inglaterra a Francia entre otros por Montesquieu, sólo funciona en la formalidad de un Estado de Laboratorio: Los contrapesos pueden existir entre distintas facciones de las elites (militares y eclesiásticos; latifundistas e industriales; intelectuales y burócratas) Que dichos contrapesos se den entre instituciones creadas abstractamente y universalmente por los jurisconsultos del siglo XVI y XVII es muy distinto. Agregarle lo de la "democracia" es agravar la falta, ya que dichas instituciones no fueron pensadas para un Estado Democrático sino que a penas para uno Republicano. Hoy se habla de Estado Constitucional de Derecho para juntarlo todo en un gran ideal. Sin embargo tal sistema legal sólo funciona en los pizarrones de los profesores que lo enseñan. Ni en los EEUU ni en Europa, puede hablarse de un cabal respeto a los DDHH. Cuando se cumple en el territorio, es porque se incumple por acción u omisión con las mayores atrocidades humanitarias. Esto de respetar los DDHH y cerrarle la frontera a los inmigrantes Africanos habla muy fuerte de la Hipocresía con que tratan este punto los Europeos, el gran referente de los latinoamericanos cuando hablan del tema.
No se debe buscar el respeto a los DDHH dentro de nuestro sistema sino que colaborar en construir un sistema en que eso que conocemos como violaciones a los DDHH no sean posibles. Y si es utopico aquello, es menos utópico que lo primero. En nuestro sistema es imposible el respeto a los DDHH y las campañas moralizantes al respecto sólo aumentan la sideral distancia entre la realidad y lo que se dice sobre ella.
saludos
az

Unknown dijo...

Buen punto Ariel, gracias por tu atenta visita y siempre lúcido comentario.
Por mi parte el tema de fondo al que trato de apuntar, tiene más que ver con tratar de instalar el debate -antiguo por cierto, pero bastante ausente de lo "público"- entre el formalismo pretendidamente transparente y descriptivo de la teoría de sistemas aplicados a la sociedad -empezando por la economía, pero ya extendidos a cada vez más campos de lo social- y el olvido de los contenidos materiales que suelen llevar el nombre de éticos -"moralizantes" los llamas en tu intervención- que no son otra cosa, siguiendo un poco a Enrique Dussel, que el exponerse a la humanidad de la "comunidad de las víctimas" (que cada vez son más en el mundo globalizado de la exclusión social).

Los sistemas son operativamente clausurados, se "autoproducen" "autopoiéticamente", no pueden intervenir su "entorno", siguen solo un "código" en su operar ciego, sin hacerse cargo de los efectos que producen para otros "sistemas", en fin, toda una jerga formalista, que en la vida cotidiana adquiere incluso expresión en lo de "se calló el sistema señora, por eso no la puedo ayudar con su trámite", y la injusticia se reproduce sin rostro.

En mi columna precisamente indicó que la división de poderes del estado ya es un ideal regulativo, formal -"de pizarrón" en tu intervención-, casi indiscutido, por lo tanto casi naturalizado en nuestras sociedades. Frente a tal fenómeno yo pongo la materialidad de las demandas -clamor de justicia- de los excluidos; frente al sistema abstracto pongo el testimonio de las víctimas, en definitiva, frente a la forma pura -metafísica de la peor especie hecha realidad en nuestras sociedades a favor de unos pocos-, pongo la vida.

Abrazos,
Manuel.